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jueves, 15 de diciembre de 2022

La Paz Total

Por: @CamiNogales
 

Desde el 7 de agosto, fecha de posesión del presidente Gustavo Petro, se habla de la importancia de alcanzar la paz total, una de las banderas del actual Gobierno. ¿Quién no quiere la paz total? Obviamente todos la anhelamos, pero le endilgamos esta responsabilidad solamente a los gobiernos de turno.

 

Pastrana, Uribe, Santos y Duque son, hasta ahora -entre otros- los responsables de que no alcancemos, en su totalidad, lo que siempre hemos soñado. Ahora, con la ‘Paz Total’ del presidente Petro se supone que, por fin, cumpliremos este sueño.  

 

Mientras los gobiernos –históricamente- se han desgastado analizando cuál es la fórmula que les permita alcanzar la paz y los catapulte como los mejores, nosotros seguimos esperando a que ellos actúen. Entretanto, yo me pregunto, ¿cuáles han sido nuestros aportes a la consecución de la paz?

 

Mi respuesta a esta pregunta es “poco o nada”. Basta ver las redes sociales, espacio virtual y epicentro de la intolerancia, y ni hablar de lo que ocurre en las calles. Esa cadena de violencia se rompe el día en que uno pueda llevar a cabo un reclamo, en Migración –en el aeropuerto El Dorado- sin recibir una patada a cambio.

 

Cuando los hombres no maltraten a las mujeres y dejen de alcahuetearse entre ellos mismos esta violencia, como ocurrió con un periodista y su amigo. Este último no solo lo cubrió para evitar que alguien lo viera mientras golpeaba a la novia en un ascensor, sino que le ayudó a sacarla del pelo, arrastrada por el piso, a través de una puerta del garaje, como si se tratara de un bulto de papa.

 

Las ínfulas de superioridad son otro de los espirales de violencia como las de la DJ Camila Gutiérrez, que le pegó a una azafata de Avianca, y le dejó tremendo ‘chichón’, por no dejarla subir a un avión debido a que su tiquete era de otra aerolínea.

 

Un ejemplo similar es el del alto funcionario de la secretaría de Gobierno que, abusando de su poder, mandó a cerrar un bar en retaliación porque –por su estado de alicoramiento- le habían impedido su ingreso.

 

Tampoco se consigue la paz con conductores como el de una camioneta que arrolló a un ciclista –en la carrera 15 en Bogotá- simplemente porque se le dio la gana; ni con un congresista borracho que se dedica a insultar a los policías y pide disculpas al día siguiente, argumentando problemas de alcohol; ni con personajes semejantes a Johnier Leal. 

 

Si se reciben amenazas de muerte e insultos por expresar opiniones, se abusa de la confianza de la gente, se aprovechan de altos cargos públicos para apropiarse de lo que no les pertenece, y el vivo sigue viviendo del bobo, estamos muy lejos de la paz total.

 

El día en que, en un semáforo, el de atrás deje de pitar y de 'putear' –desesperadamente- cuando la luz apenas está en anaranjado; los padres no agredan a sus hijos, a quienes deben proteger y respetarle sus derechos; los carros cedan el paso; los ciclistas, ‘moteros’ y peatones respeten las normas de tránsito; no haya mal parqueados en las calles; las personas envidiosas dejen de opinar sobre lo que no se les ha preguntado; los profesionales reciban ese respeto que merecen por quienes creen que –por su autoridad efímera- tienen la potestad de maltratar, ignorar y pasar por encima de su integridad, y cuando los verdaderos culpables de un robo sean los ladrones y no a los que nos robaron por ‘dar papaya’. Ese día, apenas, estaremos acercándonos un poco hacia ese objetivo porque solo por medio del respeto a la vida y al otro se podrá alcanzar la paz. 

 


Estos son solo algunos aspectos en los cuales debemos trabajar como sociedad (digo debemos porque yo también debo poner mi grano de arena)– de forma paralela- a una mesa de negociación porque de nada sirve la paz del Gobierno, con los grupos armados, si no acabamos con esta cultura violenta en la que nos acostumbramos a vivir.

 

martes, 16 de agosto de 2022

No está mal estar mal

 


 

 Por: @CamiNogales

Esta frase del escritor Mario Mendoza, en una entrevista a mi compañero de la universidad y colega, Jairo Patiño, en la presentación de su libro ‘Leer es resistir’, me quedó sonando. Él habla de las redes sociales y de la positividad tóxica a la que estamos expuestos a diario: “Las redes sociales es un mundo en el que tengo que estar muy pendiente de mí, cuánta gente me dio like, cuánta gente me escribió, cuánta gente me respondió acá, qué me dijeron, yo en Twitter, yo en Instagram, yo en Facebook…yo, yo, yo, yo…selfie, selfie, selfie, yo aquí en el restaurante ‘tal’, yo de vacaciones, y ese pronombre personal de la primera persona del singular se nos ha vuelto un monstruo de narcisismo exagerado…”

 

Sobre el segundo tema, contenido central de este post, asegura que “el establecimiento te manda mensajes todo el tiempo de una positividad tóxica. Entonces tienes que triunfar, ser exitoso, lograr cosas en la vida. Desde por la mañana te levantas mirando frases positivas sobre cómo lograrlo, tú vales mucho, cómo mejoras tu autoestima…y resulta que la vida no es eso, la vida es una suma de cosas. Entre esas, hay cosas de positivismo, chévere, pero la vida muchas veces es enfermedad, dolor, fracaso, muerte, silencio, duelo. Hay una cantidad de sentimientos, emociones que no están mal, que son parte de la condición humana y no hay porque estarlas negando…yo no tengo por qué ser feliz todo el tiempo, no tengo por qué llegar a la empresa y ser el entusiasta, sonriente, que siempre está bien, el que nunca se deprime, eso no está bien. No está mal estar mal. Uno tiene ese derecho. No está mal llorar, no está mal deprimirnos, es un mundo muy duro, todo eso ha generado una patología, un exceso de ese pronombre personal”.

 

Me tomé el trabajo de transcribir estos apartes porque me identifico totalmente con lo que dice el escritor. Estoy aburrida de esta ‘superioridad moral’ de esas personas que promueven la mal llamada ‘espiritualidad'.  Esto lo afirmo a pesar de que todos los días, desde hace muchos años, trabajo en mí. Ha sido algo íntimo y muy doloroso, que no se reduce a repetir frases superfluas, para atraer la abundancia, entre otras, promovidas por los 'gurús' de este positivismo.

 

De acuerdo con mi experiencia, el camino para sanar no está en repetir que soy próspera, hermosa y feliz. Ese camino empieza con la búsqueda de la raíz de los problemas o enfermedades, físicas y mentales, proceso que debe ser guiado por un terapeuta.

 

Por lo general, se originan en situaciones traumáticas que el subconsciente borra para evitar dicho dolor. Parte del proceso de sanación consiste en revivirlas, sentirlas, llorarlas y odiarlas, nuevamente, para concientizarlas. Estoy segura de que lo más fácil sería escoger el camino de la superficialidad, ese que no conduce a ningún lado porque las heridas siguen abiertas, pero escondidas, detrás de una ‘falsa’ positividad.

 

Este movimiento es similar al de una secta a la que no puede ingresar ningún ser humano que sienta una emoción negativa. El fanatismo lleva a la intolerancia y, en un mundo de seres humanos diferentes, no podemos estar peleando con el que no piensa igual; sino, por el contrario, aprendiendo de las diferencias. El argumento para alejarse de quien no comparta ese pensamiento es que ese ser humano vibra en una frecuencia inferior. Yo me pregunto, ¿quiénes somos nosotros para juzgar y decir quién ‘vibra alto’ y quién ‘vibra bajo’?

 

Como soy un ser humano, no un ser de luz, ni levito, ni nada parecido,  a pesar de tratar de superarme, confieso que a veces no lo logro, me estanco, me deprimo, me dan crisis de ansiedad, que tengo que enfrentar y, cuando se agudizan, debo acudir a ayuda profesional. De lo que sí estoy segura es que estas circunstancias no me hacen ser inferior a nadie. 

 

Las palabras de Mendoza son contundentes. Así como hay momentos de felicidad, hay tragedias; etapas de prosperidad y a veces de pobreza; de salud y enfermedad que no se solucionan con un libro, una frase o una visualización. Es la vida. Por eso, al igual que este escritor, yo estoy totalmente de acuerdo en que “no está mal estar mal”. Los más grandes aprendizajes de la vida vienen de los momentos más difíciles, y así como existe la oscuridad también existe la luz.  


 


miércoles, 2 de febrero de 2022

Nací en el 72

 




Por: @CamiNogales

Este post, más allá de ser un camino a la nostalgia de lo que ha ocurrido en mi vida durante este medio siglo, que sería más bien tema para una novela o un thriller psicológico, este es un recuento de los cambios tecnológicos y culturales de los cuales he sido testigo durante mi prolongada existencia.

 

Nací en un mundo en el que solo nos acompañaba un radio –con radionovela incluida- y un televisor en blanco y negro. No existían los pañales desechables y el teléfono fijo era el único medio que nos permitía comunicarnos con el exterior. No había lavadora, sino lavadero para ‘fregar’ la ropa a mano.

 

Eran épocas de ‘forzada’ unión familiar porque solo había un televisor y dos canales. Los principales partidos del Mundial de Fútbol del 78 se podían ver en pizzerías y pantallas gigantes – a color- ; pero en la casa, ni soñarlo. Mario Alberto Kempes fue el mejor jugador de la Selección Argentina, campeona mundial de ese año, y el estadio, que lleva su nombre, no estaba planeado. Luego, con la televisión a color, todo cambió. Me acuerdo de ese televisor Hitachi que, aunque no venía con control remoto, el palo de la escoba hacía su labor.

 

El teléfono no era inalámbrico. Por lo tanto, había que destinar un tiempo prudente –en mi caso, imprudente - solo para hablar. Si buscaba privacidad, era necesario estirar el cable -hasta el baño o un cuarto- con el fin de tener trascendentales conversaciones privadas – a los 12 años de edad -. En esa época, en pocas casas tenían identificador de llamadas, entonces era todo una aventura, llena de adrenalina, reunirse con las amigas y marcar a cualquier número de teléfono para preguntar, “¿Allá lavan ropa?”, escuchar la negativa del otro lado, y concluir diciendo “¡Cochinos!” o escuchar al otro lado del teléfono, a la persona que nos gustaba, decir “aló, aló…hableee, aló…”si la respuesta era con madrazo, mucho mejor.

 

Cuando no podíamos andar en Renault 4, Alpine o Renault 18, carros de la época, cogíamos la buseta directo Caracas, Unicentro, Teusaquillo y no recuerdo cuál más. En época electoral, salíamos en el carro, con afiches del candidato predilecto, a gritar su nombre por toda la ciudad. Por su parte, los contradictores de la época, nos echaban harina. Algo difícil de repetir, ahora, en un mundo tan violento y polarizado. Lo propio hacíamos después de los partidos de Colombia en el que salíamos a gritar, tirar harina y, por supuesto, tomarnos unos guaros.

 

En la grabadora podíamos escuchar los casetes de Abba, Nikka Costa, Menudo, Michael Jackson, Chicago, Air Supply, Luis Miguel…Sacar las letras de las canciones era todo un reto, tocaba retroceder el casete mil veces para entender lo que decían o -más bien- lo que creíamos que decía la canción.

 

El equipo de sonido fue lo mejor que pudo pasar. Los discos de acetato llegaron para hacernos la vida más feliz. El único problema que presentaba era la mota que se le pegaba a la aguja e impedía un buen sonido. También grabábamos casetes, directamente de la emisora, con la voz del DJ incluida.  Esta magia se acabó con la llegada del CD y ahora, con plataformas como Deezer o Spotify. Lo paradójico es que el tocadiscos se está volviendo un objeto de lujo y goce de jóvenes en las casas. 

 

Nuestra distracción era el parque, la calle, los patines. Nuestros amigos pertenecían a la vida real, al colegio o el barrio. Las casas o la tienda eran nuestro punto de encuentro. En la época de Pablo Escobar, cuando estábamos en la casa y sentíamos la explosión de una bomba, solo podíamos conocer la información por radio o esperar a las 7 p.m. para ver el noticiero.

 

También parchábamos en el único centro comercial que había por estos lares: Unicentro. Allí vimos a los famosos Bee Gees de la época, presenciamos tropeles y comíamos helado. Era un lugar en el que no hacíamos absolutamente nada, pero allá llegábamos, puntualmente, todos los fines de semana.

 

Durante la famosa Hora Gaviria –medida de racionamiento de luz que rigió durante el gobierno de César Gaviria- aprovechábamos ese rato para vernos, a oscuras, con nuestros amigos y no hacer nada, pero lo importante es que estábamos juntos y en la calle. Tiempos aquellos en los que nació la Luciérnaga de Caracol, que tampoco la escuchaba porque mis amigos me divertían más.

 

Con la llegada de la ‘perubólica’, conocimos a la afamada Laura en América, la Inka Cola y ampliábamos nuestra cultura con el Show de Cristina. Esta fue la primera puerta al mundo que se abrió y nos permitió soñar con Quinceañera, Cara Sucia, Alcanzar una estrella y Muchachitas.

 

En el cine veíamos las películas de moda como E.T., Flashdance o Regreso al Futuro y, para ver en casa, –gracias al Betamax- alquilábamos las de nuestro gusto en Betatonio o Blockbuster. Ahora las plataformas como Netflix, Star Plus y Amazon Prime son las que ocupan la mayor parte de nuestro tiempo en el televisor.

 

En lugar de Google, tocaba ir a bibliotecas o a la casa de la amiga que tuviera muchas enciclopedias. Yo, por mi parte, no hacía ninguna de las anteriores y los resultados eran proporcionales a mi trabajo investigativo. El Álgebra de Baldor fue uno de los detonantes de los principales traumas que enfrentamos -como adultos- los de mi generación.

 

Aunque crecimos al ritmo de Cindy Lauper, Whitney Houston y Madonna, nuestros modelos a seguir, el rock en español fue lo mejor que pudo pasar. Charly García, Soda Stereo, Toreros Muertos, Hombres G y Los Prisioneros y, para escuchar su música, llamábamos a las emisoras, pedíamos canciones y hasta las dedicábamos. ¡Sí, qué oso!

 

Las primeras fiestas con Miniteca fueron lo mejor. The Best Megafiesta era lo más play de ese entonces. Bailábamos al ritmo de Call Me, Boys, Boys, Boys, Pump the Jam, Who’s Bad…en fin. Fui testigo del nacimiento de Crepes, Von Glacet y Burger King así como de la desaparición de Keops y La Perrada de Édgar. 

 

Cuando queríamos saber la hora, llamábamos al 17 -posteriormente 117-. En la calle siempre teníamos monedas reservadas para llamar por teléfono público y, cuando tocaba llamar a larga distancia, lo hacíamos desde cabinas telefónicas. Fue una época de telegramas, cartas y diarios. Con el beeper empezamos a ser más ubicables, con la ventaja de que se recibía el mensaje, pero, el usuario del mismo, respondía a su discreción. El celular era, en un principio, un teléfono para recibir o hacer llamadas –dependiendo del plan-. Yo era prepago…perdón -aclaro para evitar malos entendidos- estaba suscrita a un plan prepago y, por lo tanto, solo podía hacer lo primero.

 

En periodismo, para acceder a un personaje la única opción era que contestara el teléfono fijo. De lo contrario, tocaba hacerle guardia afuera de su casa o de la oficina. Las grabadoras eran un útil imprescindible para un estudiante de la carrera, así como el directorio de fuentes y la máquina de escribir Remington, la cual fue reemplazada por el computador.

 

Acceder a internet desde el celular y chatear fue todo un descubrimiento revolucionario. No sabíamos que esa era la ventana hacia la pérdida total de la independencia. Las redes sociales, ni hablar. Nunca nos imaginamos poder chatear, acceder -en tiempo real- a todas las noticias del mundo, contactar a los personajes y conocer lo que piensan. Ni stalkear o tener contacto con esos compañeros del colegio o gente que ya habíamos dejado en el olvido. En mi época, la única que se podía caer era yo; ahora la verdadera tragedia es que se caiga internet porque, con su caída, se nos acaba la vida social, familiar, académica y laboral.

 

La mayor revolución, en este medio siglo de vida, fue la pandemia, que nos recordó que, más allá de estos avances, en lo básico está la verdadera felicidad.