Por: @CamiNogales
Hoy es día 142 de cuarentena y el tercero de otra cuarentena estricta en la localidad que vivo y, a pesar del cansancio que me causa este encierro, me referiré a los aspectos positivos que ha traído consigo esta coyuntura a mi vida. Probablemente les hablo desde la perspectiva de una persona que contrajo el 'Síndrome de la Cabaña' y que salir a comprar los productos de la canasta familiar le produce física pereza y paranoia de imaginar que cada una de sus compras ha sido manoseada por varios seres humanos.
A pesar de los daños colaterales a la salud mental causadas por estas circunstancias, trabajar en la casa es lo mejor. No hay que pensar en qué ponerse, el uniforme de trabajo, que es igual al de una entrenadora de un gimnasio, puede utilizarse a lo largo de toda la semana. Tampoco hay que manejar, enfrentarse a los trancones diarios, ni subirse a un Transmilenio con el afán de llegar a tiempo porque la oficina actual está ubicada a tan solo 30 segundos de la cama. No se corre el riesgo de subirse, en días de lluvia, a ese inhumano transporte público, para ser espichado y tener que agarrarse de esos tubos contaminados, so pena de caerse, y con las ventanas cerradas, respirando el poco aire que circula, lleno de gérmenes propios y ajenos.
En caso de reunión virtual, se acude al maquillaje, accesorios, prenda posterior favorita y leggings de gimnasio o pantalones de pijama, según el caso. El truco está en permanecer sentado y atento, mientras la cámara está encendida. De lo contrario, se pueden llevar a cabo actividades paralelas, revisando, cada segundo, que el micrófono y la cámara estén apagadas para evitar repetir experiencias incómodas.
Ya no tengo que aguantar frío, temprano en la mañana, camino al gimnasio, porque ahora me queda, literalmente, a un paso de la cama. En este pequeño rincón, donde entreno a diario, no corro el riesgo de adquirir esos virus que, antes de la pandemia, me atacaban, por lo menos, una vez al mes.
El único compromiso con el que debo cumplir es con el trabajo. Ya no es necesario dedicar parte de mi tiempo a crear e inventar excusas para justificar mi inasistencia a eventos sociales, a los que tanto les huyo, seguramente como consecuencia de mis excesos de juventud.
Ni siquiera estoy expuesta a los besos babosos de algunos desagradables, ni a estrechar manos sudorosas ajenas. Cuando me presentan a alguien, ya tengo claro cómo saludarlo, pues el beso y la mano quedaron descartados totalmente; aunque, para ser honesta, difícilmente he conocido a alguien durante esta pandemia.
Antes uno iba a un baño y nunca encontraba jabón, ni antibacterial. Lavarse las manos no era la práctica más limpia porque los grifos permanecían sucios. Ahora, en todo lugar, como parte de los protocolos de bioseguridad, desinfectan constantemente las áreas de uso común. Este es un deber ser, con o sin pandemia.
En las filas nadie se atreve a acercarse a entablar conversaciones basadas en el clima, la hora o la afluencia del lugar. Esta pandemia también nos salva a los que odiamos compartir nuestra comida. Ya no toca darle un pedacito de nada a nadie.
Ahora soy más lúcida para trabajar y mi mejor compañera de trabajo porque hablo sola, me hago reír y nunca me contradigo en nada. Aunque mi oficina está a diez pasos de la cama, a veces adapto este espacio para no tener que caminar y la convierto en un acogedor y somnoliento espacio laboral.
Por lo general, las oficinas están adecuadas para que, desde el momento en que uno llega, se quiere ir. En cambio de esta no quiero salir. La desventaja es que odio hacer oficio y no permanece tan reluciente como quisiera, producto de mi animadversión y poco talento para llevar a cabo dicha actividad.
Ya no me preocupo si, en el trabajo, debo cubrir varios eventos simultáneamente. No es necesario salir corriendo de un lado otro y llegar sudado, estresado y afanado. Solo hay que hacer click en otra ventana y el problema queda resuelto. Canto y bailo cuando quiero sin que nadie juzgue mi voz, ni mis pasos ochenteros.
Aunque al principio era reacia al uso del tapabocas, porque, además de parecerme antiestético, me sentía ahogada detrás de ese pedazo de tela que se asemeja a un bozal, me quedó gustando. Puedo hablar y cantar, mientras camino en la calle, sin que nadie me escuche, y ya no corro el riesgo de ser salpicada por el protagonista de una historia que, al narrarla, de la emoción, baña a sus interlocutores.
No vivir un caos diario en la calle me hace feliz. Pero realmente no sé si estoy feliz o mi salud mental se perjudicó más por cuenta de esta prolongada cuarentena. Es muy posible que así sea. Si bien esta coyuntura me generó una conciencia de los virus, de la que adolecí siempre, soplar las velas en un ponqué quedó descartado totalmente de mi vida, así como organizar una reunión con muchas personas y poner una tabla de quesos, maní o pasabocas para compartir.
Otra práctica erradicada definitivamente es el famoso “mugre que no mata, engorda” porque ahora puedo constatar que el mugre sí mata y también engorda. Volver a socializar me costará mucho trabajo ya que prestaré más atención a cada movimiento que el prójimo haga en detrimento del ambiente que compartimos y pasará, a un segundo plano, el tema de la conversación. ¡Cosas de la pandemia!
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