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lunes, 31 de agosto de 2020

El Pacto

 


Por: @CamiNogales


Una tarde de cuarentena, de esas en las que lo único que cambiaba era el día, recibí un mensaje de una amiga que contenía una carta escrita, de mi puño y letra, con fecha del 30 de enero de 1997, época en la que no existía el correo electrónico y, por lo tanto, era necesario acudir al correo tradicional para enviarla.  

La curiosidad que despertó esta correspondencia no radica en este medio prehistórico por el cual fue enviada, sino en el contenido de la misma. El mayor problema que enfrentaba en esa época, de acuerdo con lo escrito, era mi horario universitario: “me quedó horrible, es todo el día metida allá hasta las 6:00 p.m.” 

Leí este texto, en medio de una cuarentena estricta como consecuencia de la pandemia, mientras buscaba los documentos para mi declaración de renta, después de cinco meses de desempleo, y me conmoví pensando en esa pobre niña que debía pasar todo un día en la universidad. Definitivamente, hay gente a la que le ha tocado muy duro en la vida. 

Sin embargo, esto es secundario. La verdadera razón que me motivó a escribir este post fue la siguiente afirmación: “bueno, de hombres le cuento que todo sigue igual. No hay nadie, ni un proyecto, ni nada que se le parezca, sigo siendo la misma solterona. No se preocupe que soy fiel al pacto que hicimos”. 

¡Al pacto! ¡¿Cuál pacto?! Hasta donde tengo uso de razón jamás he hecho un pacto con nadie. Apenas leí esta parte de la carta, le reclamé, airosamente, a mi amiga. Creería que ella se aprovechó de mis debilidades y me hizo firmar, en estado de inconsciencia, un pacto, en contra de mi voluntad, que ahora me tiene jodida. 

Cómo hago para deshacer ese pacto si ella niega acordarse del momento en que ocurrió. ¿Dónde lo firmamos? ¿Sería en la Notaría 11, 12, 20…qué se yo? ¿Fue un pacto ante Dios? ¿O fue con el diablo? Dudo que un pacto de sangre por mi escasa tolerancia a este líquido.  ¡Me urge saberlo!

Entretanto, esta carta me esclareció muchas dudas. Todos mis errores del pasado conducen a cumplir, cabalmente, este trato porque, antes que profesional, hija, hermana y amiga, soy una mujer que cumple con su palabra. Trabajé fuertemente para serlo y como siempre logro lo que quiero, esta vez no podría ser distinto. 

Mi amiga, por lo visto, también ha cumplido el pacto a cabalidad. Ella me responsabilizó de su infortunio, pero como nos conocemos de toda la vida, tengo la seguridad de que ella fue la artífice del dichoso acuerdo. Ahora lo quiere deshacer, pero, si nos hubiéramos dado cuenta años atrás, la memoria habría sido nuestra aliada en esa búsqueda. Lamento reconocer que, a estas alturas del partido, ya no lo es. 

No recordamos quién más firmó este documento, aunque tenemos serias sospechas y evidencias al respecto. Lo que sí tenemos claro es quiénes no lo hicieron y nos dejaron a la deriva por la vida. 

Este es un servicio social. Si alguien llega a encontrar este documento histórico que, por pertenecer a otra etapa de la vida, no está en Google, le pido el favor me lo haga llegar a mi, no a este personaje que dice ser mi amiga porque demostró todo lo contrario, aprovechándose de mi vulnerabilidad para cometer un acto tan vil. 

Si debo pagar una póliza por incumplimiento, lo hago ipso facto.  De lo contrario, cuando me pregunten por mi estado civil, argumentaré que obedece a la firma de un pacto, suscrito durante mi juventud, y como mujer coherente, fiel a mis principios, promesas y acuerdos, lo estoy cumpliendo al pie de la letra. 



lunes, 17 de agosto de 2020

Ventajas de la pandemia

 


Por: @CamiNogales


Hoy es día 142 de cuarentena y el tercero de otra cuarentena estricta en la localidad que vivo y, a pesar del cansancio que me causa este encierro, me referiré a los aspectos positivos que ha traído consigo esta coyuntura a mi vida. Probablemente les hablo desde la perspectiva de una persona que contrajo el 'Síndrome de la Cabaña' y que salir a comprar los productos de la canasta familiar le produce física pereza y paranoia de imaginar que cada una de sus compras ha sido manoseada por varios seres humanos. 

A pesar de los daños colaterales a la salud mental causadas por estas circunstancias, trabajar en la casa es lo mejor. No hay que pensar en qué ponerse, el uniforme de trabajo, que es igual al de una entrenadora de un gimnasio, puede utilizarse a lo largo de toda la semana. Tampoco hay que manejar, enfrentarse a los trancones diarios, ni subirse a un Transmilenio con el afán de llegar a tiempo porque la oficina actual está ubicada a tan solo 30 segundos de la cama. No se corre el riesgo de subirse, en días de lluvia, a ese inhumano transporte público, para ser espichado y tener que agarrarse de esos tubos contaminados, so pena de caerse, y con las ventanas cerradas, respirando el poco aire que circula, lleno de gérmenes propios y ajenos. 

En caso de reunión virtual, se acude al maquillaje, accesorios, prenda posterior favorita y leggings de gimnasio o pantalones de pijama, según el caso. El truco está en permanecer sentado y atento, mientras la cámara está encendida. De lo contrario, se pueden llevar a cabo actividades paralelas, revisando, cada segundo, que el micrófono y la cámara estén apagadas para evitar repetir experiencias incómodas. 

Ya no tengo que aguantar frío, temprano en la mañana, camino al gimnasio, porque ahora me queda, literalmente, a un paso de la cama. En este pequeño rincón, donde entreno a diario, no corro el riesgo de adquirir esos virus que, antes de la pandemia, me atacaban, por lo menos, una vez al mes. 

El único compromiso con el que debo cumplir es con el trabajo. Ya no es necesario dedicar parte de mi tiempo a crear e inventar excusas para justificar mi inasistencia a eventos sociales, a los que tanto les huyo, seguramente como consecuencia de mis excesos de juventud. 

Ni siquiera estoy expuesta a los besos babosos de algunos desagradables, ni a estrechar manos sudorosas ajenas. Cuando me presentan a alguien, ya tengo claro cómo saludarlo, pues el beso y la mano quedaron descartados totalmente; aunque, para ser honesta, difícilmente he conocido a alguien durante esta pandemia. 

Antes uno iba a un baño y nunca encontraba jabón, ni antibacterial. Lavarse las manos no era la práctica más limpia porque los grifos permanecían sucios. Ahora, en todo lugar, como parte de los protocolos de bioseguridad, desinfectan constantemente las áreas de uso común. Este es un deber ser, con o sin pandemia. 

En las filas nadie se atreve a acercarse a entablar conversaciones basadas en el clima, la hora o la afluencia del lugar. Esta pandemia también nos salva a los que odiamos compartir nuestra comida. Ya no toca darle un pedacito de nada a nadie. 

Ahora soy más lúcida para trabajar y mi mejor compañera de trabajo porque hablo sola, me hago reír y nunca me contradigo en nada. Aunque mi oficina está a diez pasos de la cama, a veces adapto este espacio para no tener que caminar y la convierto en un acogedor y somnoliento espacio laboral. 

Por lo general, las oficinas están adecuadas para que, desde el momento en que uno llega, se quiere ir. En cambio de esta no quiero salir. La desventaja es que odio hacer oficio y no permanece tan reluciente como quisiera, producto de mi animadversión y poco talento para llevar a cabo dicha actividad. 

Ya no me preocupo si, en el trabajo, debo cubrir varios eventos simultáneamente. No es necesario salir corriendo de un lado otro y llegar sudado, estresado y afanado. Solo hay que hacer click en otra ventana y el problema queda resuelto. Canto y bailo cuando quiero sin que nadie juzgue mi voz, ni mis pasos ochenteros. 

Aunque al principio era reacia al uso del tapabocas, porque, además de parecerme antiestético, me sentía ahogada detrás de ese pedazo de tela que se asemeja a un bozal, me quedó gustando. Puedo hablar y cantar, mientras camino en la calle, sin que nadie me escuche, y ya no corro el riesgo de ser salpicada por el protagonista de una historia que, al narrarla, de la emoción, baña a sus interlocutores. 

No vivir un caos diario en la calle me hace feliz. Pero realmente no sé si estoy feliz o mi salud mental se perjudicó más por cuenta de esta prolongada cuarentena. Es muy posible que así sea. Si bien esta coyuntura me generó una conciencia de los virus, de la que adolecí siempre, soplar las velas en un ponqué quedó descartado totalmente de mi vida, así como organizar una reunión con muchas personas y poner una tabla de quesos, maní o pasabocas para compartir. 

Otra práctica erradicada definitivamente es el famoso “mugre que no mata, engorda” porque ahora puedo constatar que el mugre sí mata y también engorda. Volver a socializar me costará mucho trabajo ya que prestaré más atención a cada movimiento que el prójimo haga en detrimento del ambiente que compartimos y pasará, a un segundo plano, el tema de la conversación. ¡Cosas de la pandemia!