Aunque es poco original el título de este
post y tampoco me llamo Andrés Caicedo, ni pretendo imitarlo…es más, creo que
ya es demasiado tarde para intentar hacerlo porque ya, hace un tiempito, superé
los 25 años, edad en la que el escritor vallecaucano, a motu propio, decidió suicidarse y pues, como yo ya estoy más allá
que acá, para que me adelanto, más bien espero.
Pero de lo que sí voy a hablar, como
lo hizo este autor, es de la importancia de la música en mi vida.
Yo no sé si mi amor por ella tendrá que ver con la primera pinta que me pusieron el día en que nací. Ese mameluquito, gorrito y guantes rojos tejidos de lana que fue hecho con tanto 'cariño' por mi bisabuelita para atraer la buena energía. Yo creería que fue ese rojo que
denota poder y alegría. Es más, estoy segura que de allí nació esta pasión por
la música.
Un amor que comenzó escuchando el ‘Río Badillo’
de Claudia de Colombia y ‘Espera, Esperanza’ de Guillermo García Ocampo,
más conocido como 'Billy Pontoni', y quien fue mi primer amor platónico, pero que
casualmente me lo quitó una tía que lleva el mismo nombre de la canción.
Paso seguido me enamoré de otro hit de
la música de ese entonces: Jimmy Salcedo con su “Música, más música es lo que
queremos en el Show de Jimmy”, pero infortunadamente, más temprano que tarde, se
lo llevó el que lo trajo. Lo ratifico: esto no es un chiste, es real, mis primeros amores fueron 'Billy Pontoni' y 'Jimmy Salcedo'. Haciendo una retrospección puedo concluir que mi
fracaso musical pudo obedecer a estas influencias.
Es más, otra canción que marcó mi
corta vida fue una de ‘desprecio’ que le dedicó José a Idaly, la muchacha de
servicio que me cuidaba, el día que le terminó. Decía: “eres la chancla que yo
dejé tirada en la basura a ver quién te recoge. Ingrata, fea, piojosa,
greñuda”.
Pero bueno, más adelante me fui
puliendo con Abba, cuando yo soñaba con ser toda una “Chiquitita”. Intenté
cantar, pero quienes me conocen saben que Dios me dio voz…pero de tarro, así
que fracasé en el intento cuando me sacaban de los coros porque desafinaba un 'tantico'.
Sin embargo, una de mis mejores amigas
del colegio me animaba a seguir mi carrera artística. Ella, desde el otro lado
del teléfono fijo, me grababa mientras yo cantaba, a grito herido, como Pedrito
Fernández “la de la mochila azul, la de ojitos dormilones, me dejó gran
inquietud y bajas calificaciones” y, peor aún, me decía que lo hacía bien.
También hice un dúo con otra amiga, con la que
cantábamos “I believe in love, I believe in everytime I see you…” de Nikka
Costa, pero nuestros ensayos fueron tan efímeros como mi paso por los colegios
en los que estudiaba. Me resigné y opté por cantar en la ducha y hacer de la
música un hobby, para fortuna de todos, y opté por sólo escucharla. Como
pudieron ver en Una Aventura Llamada Menudo, ‘Si tú no estás’, ‘Súbete a mi
moto’, ‘Y mi banda toca rock’ fueron parte esencial en mi vida por unos cuantos años.
En mis primeras fiestas, llegó el
merengue con “las chicas, las chicas del can” y con “Wilfrido recapacita,
hazle una cita a tu chiquita que es la cosita más bonita y necesita un tiempo
más, quiere algo más”. El peor castigo para mi mamá y mi hermana fue mi fiebre
por Juan Luis Guerra y “Si tú te vas, mi corazón se morirá…eres vida mía, todo
lo que tengo, el mar que me baña, la luz que me guía”, pues las despertaba a
las 6:00 a.m. todos los días, con la misma canción. Pero eso no era lo peor,
sino que era la única canción del disco (de acetato) que yo ponía durante todo el día, hasta que la
rayé con la aguja del tocadiscos.
Michael Jackson me gustaba, pero no me
mataba. Intenté hacer el paso cachaco de la música disco y no pude. También me
maquillé como Madonna y Cindy Lauper y me sentía “Like a Virgin”. Luego llegó
el Breakdance y, aunque nunca me tiré al piso, si aprendí uno que otro paso con
el tronco en el que simulaba desbaratarme. Esto fue con “Beat
street the King of the beat…”
En
las minitecas bailaba “Boys, boys, boys I’m looking for a good time” de Sabrina
y “How will I know if you really love me…” de Whitney Houston. También me vestí de negro y fui a
Rapsoda muy maquillada para bailar “Boys don’t cry” de The Cure o “Enjoy the
silence…break the silence” de Depeche Mode.
Un amigo metalero me hizo conocer La
Pestilencia “No queremos ley, ni queremos religión, no queremos más esta puta
represión…” y, a pesar de que me gustó, esta música no fue mi prioridad. Me
gustaban más las canciones de Prisioneros y Miguel Mateos, pero no tanto como “si
yo no te tengo a ti” de Hombres G. Esa era la canción que se repetía una y otra
vez cuando había una botella de Ron Viejo con Coca Cola al lado.
Después de la fiebre del Rock en
Español, de llorar escuchando “Té para tres” de Soda Stéreo, en Soho escuché
por primera vez “El amor después del amor tal vez…” de Fito Páez y ahí comenzó
este amor que aún perdura. Gracias a una amiga y a una larga historia que no
contaré conocí a Maná con “Como yo te deseo”, canción que bailaba encima de las
sillas de cualquier bar. Pero, de forma paralela, me tomaba unos guaros, al
ritmo de Julio Jaramillo y su “Copa Rota” y se me aguaban los ojos con la
patética historia de Alci Acosta en “por qué se fue y por qué murió”.
No podía escuchar “La Barca” de otro
de mis novios eternos, Luis Miguel, porque era capaz de tomarme media de guaro
fondo blanco. Así transcurrió mi vida de canción en canción y cada una de ellas
me recuerda a un momento y a cada persona que ha pasado por estos lares. Por eso, mi mamá, cuando yo estaba en
el colegio, me decía: “ojalá se aprendiera las lecciones, así como se aprende
las canciones” (léase con cara de mamá brava).
Sólo advierto que si alguien quiere
estar en silencio conmigo, no lo logrará porque sin música no puedo
concentrarme, así que tendrán de fondo a Don Tetto, Greenday, Santiago Cruz,
Joaquín Sabina, Lady Gaga, Juanes, Shakira…hasta reggaetón con JBalvin, en fin,
yo no discrimino porque música es música y su magia infinita. Así que, como el
título del libro de Andrés Caicedo, “¡Qué viva la música!”