Por: @CamiNogales
Desde que nacemos hasta que morimos el
pelo sufre, al igual que nuestro cuerpo, de muchas transformaciones. Además,
estos cambios están sujetos, en algunas ocasiones, al estado de ánimo, al
mantenimiento del mismo o al desparche en el que nos encontremos.
En los primeros años de vida no somos
autónomos para escoger el corte que más se ajuste a nosotros, ni el peluquero,
ni el día en que debemos ir a la peluquería. Les confieso que mi mamá sufrió
mucho, con esta hermosa neonata, a la que le salieron muchos pelos monos, pero
de una textura demasiada delgada, los cuales se enredaban entre el parietal y
el occipital, y se asemejaban a una esponjilla insertada en la parte posterior
de la cabeza. Misión imposible era intentar desenredar este pelo, relata mi
progenitora, quien dijo que la solución fue llevarme a la peluquería para que
me cortaran ese Bom Bril de mi cabeza.
A eso de los ocho años, tenía el pelo
largo, pero éste seguía siendo algo escaso, así que mi mamá quería calvearme. Conjugo
el verbo querer en pretérito imperfecto porque ella no lo logró, pues a pesar
de mi corta edad, me rebelé. Es que cómo se imaginan que iba a llegar como una
bola de billar al colegio. ¿Para que me la montaran? Era chiquita, pero bobita
tampoco. En ese entonces, mi pelo se mantenía en perfecto estado porque sólo me
lo lavaba los domingos, que era el consabido día de baño.
Siempre mantuve mi pelo largo con
capul, lo que me permitía hacerme dos colas como las de la Chilindrina: sí, una
arriba y otra abajo, cogerme hebillas, media cola, una cola, en fin...como el
pelo crece tan rápido, el capul hay que cortarlo constantemente para poder ver
porque, de lo contrario, esos pelos impiden disfrutar en su totalidad del
sentido de la vista.
Eso no tiene nada de malo, pero ¿por
qué, en lugar de llevarme nuevamente a una peluquería, mi mamá tenía que
ponerme en manos de mi abuela que no era precisamente una estilista? Bonito el
capul de burro y disparejo que me dejó. Lo peor, es que la constancia quedó en
una foto para la posteridad del colegio en el que estudiaba. También tuve una
totuma en la cabeza, pero les juro que me veía divina.
Bueno, pasaron los años y con ellos la
autonomía para hacer con mi pelo lo que se me diera la gana. Mi corte era
normal, lo tenía parejo y con capul y me peinaba de diferentes formas. Pero de
repente empecé a darme cuenta que el corte le imprimía un sello especial a la
personalidad. Así que, cuando cumplí 15 años, en lugar de dejar mi pelo largo
para que me hicieran un peinado femenino, opté porque me lo cortaran como una
piña y si se preguntan cómo era el corte, pues miren una piña e imaginénselo.
Luego, me dejé crecer el pelo pero quería
un nuevo cambio. Así que me hice la permanente, pero quedé inconforme con el
color. Quería ser mona, entonces lo logré con un líquido que ni siquiera era
tintura sino una mezcla de agua oxigenada con amoniaco. No logré mi objetivo,
porque quedé más bien color zanahoria. Lo importante es que yo me sentía divina,
a pesar de que el pelo se me encogió y me quedó debajo de las orejas y bien
espantado. En ese entonces me podían llamar Camila Goldwyn Meyer.
Eso no bastó, me corté el pelo en
capas, corte que incluía la patilla bien cortica que contrastaba con la parte
de atrás larga. Sí, estilo Jorge Bermúdez, alias ‘El Patrón’. También fui toda
una Virgen de Pueblo con esa ‘greña’ casi hasta la cintura y totalmente pareja.
Por lo general, siempre tenía un corte normal, pero un punto de giro en mi
vida, determinaba un cambio en mi look, que no siempre era favorable.
Por eso no era difícil decir ya vengo,
y volver, después de tener el pelo largo, como un niño, sin importar si se me
veía bien o mal, como le pasó a Britney Spears cuando optó por calvearse. Se
trataba de una acción completamente liberadora. O cambiar de color de pelo
castaño a un rojo incendio, o pintarme solo un mechón. Estas decisiones tenían
un trasfondo que sólo conoce cada uno de los peluqueros por los que he pasado,
pues es en su lugar de trabajo donde uno deja regada toda su vida personal.
Recuerdo a la perfección que tenía
como 14 años cuando fui a una peluquería con mi mejor amiga y estaba Armando
Gutiérrez (el actor). Además de la emoción que nos produjo conocer a alguien
famoso, nos hicimos ‘amigas’ de él y le empezamos a hablar de nuestras tragas
de la época. Fue tal la lora que, cuando se iba, nos dejó una servilleta
firmada a cada una con el nombre de su respectivo amor.
Aunque la relación con el peluquero es
efímera, es como la de un cura con el feligrés cuando se confiesa o tal vez más
estrecha porque, por lo menos, es sincera. No sé qué tienen ellos para que,
paralelo al cambio que se quiere tener, uno les cuente todos los detalles de la
coyuntura actual de la vida sentimental, financiera, laboral y familiar.
Lo que si sé es que cada vez que
quiero cambiar algo en mi vida o que simplemente ese cambio se da, queriéndolo
o no, salgo corriendo a donde mi peluquero, donde me hago todos los cambios y además
me someto a una terapia más efectiva que la de un psicólogo en la que les deja poco
espacio para opinar después de semejante monólogo que les interrumpe su labor,
pero que ellos ya saben cómo capotear.
Aún he querido hacerme mil locuras,
pero mi peluquero actual es demasiado profesional y me impide satisfacer mis
caprichos momentáneos, me hace cambios pero que me luzcan y no acordes con mi
estado de ánimo algo ciclotímico a veces, por eso, aunque sé que quiero hacerme
un cambio extremo, como los que me hacía en mi adolescencia, seguiré bien
puestecita porque mi peluquero así lo decide.
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