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domingo, 7 de agosto de 2011

El colegio


Por: @CamiNogales
A pesar de que a la mayoría de la gente le produce nostalgia los días de colegio, a mí ni poquito. Es más, cada vez que  pienso en ellos me da terror. Es que esos 14 años de mi vida, desde los 5 hasta los 19 que me hice bachiller o, más bien, me hicieron el favor de graduarme, fueron un parto diario. 

Sí ya sé lo que todos piensan en este momento, que como no soy mamá entonces no tengo el derecho de comparar esta época de mi vida con un parto. Pues sí lo hago y estoy segura de que, después de superar estos años maravillosos, un parto es lo de menos.
 
Ni siquiera tengo buenos recuerdos de Transición que fue el único año de mi vida colegial en el que icé bandera. La razón de dicha mención era que siempre me quedaba dormida en el pupitre, mientras mis compañeritos hacían de las suyas.

Pero no sólo recuerdo con temor mi rendimiento académico, el cual fue en decadencia e hizo que habilitara [1] Biología desde segundo de primaria, sino esos paseos a mi colegio que quedaba en Suba, los cuales me sentaban un poco mal y me hacían devolver la comida la mayoría de las veces. Esas curvas, subidas y bajadas me mareaban un poquito.

Reconozco que la célula y la fotosíntesis, entre otros temas, no eran mi mayor fortaleza, mucho menos abrir sapos, ni nada parecido. Si su exterior no me importaba, por qué me importaría su interior. En qué cambiaría conocer a un sapo por dentro, es más, no quiero seguir hablando del tema porque puedo repetir lo que me ocurría en el bus del colegio, pero en la sala de mi casa.

No sé cómo lo logré, pero llegué a primero de bachillerato (sexto grado) y por poco tienen que acudir a un abogado para sacarme de ahí. Casi hago un doctorado ese año, pero como era tan joven decidí que sería mejor una Maestría, pues lo repetí tres veces. Eso sí cada repetición fue en un colegio diferente.

En el primero perdí el año y no me dejaron repetirlo, y ahí en lugar de Cristo, comenzó a mi mamá a padecer, pues ella era la que tenía que buscarme colegio. En esa época no había Transmilenio e ir más allá del llamado ‘Tercer Puente’ era toda una odisea. Sin embargo, no fue difícil encontrarme un colegio nuevo porque había salido del anterior sólo por perder el año.

En el siguiente colegio fui una alumna destacada, ya no sólo por mi bajo rendimiento académico, sino por una que otra diablurita que llevó a que, por primera vez, me suspendieran por un día. La verdad no recuerdo ese día como un castigo, sino como toda una aventura que comenzó a las 6:00 a.m. cuando un amigo me esperaba en la esquina de mi casa y yo salí con uniforme.

El primer paso era desayunar en la panadería del barrio, luego sentarnos en un parque a fumar y a hablar, escondiéndonos de todos los que pasaban por nuestro barrio para que no nos descubrieran. A eso de las 10:00 a.m. fuimos a Uniplay de Unicentro a jugar maquinitas, luego pizza en Jeno’s y, finalmente, llegamos a una tienda cerca a la casa a esperar a que nuestros amigos llegaran del colegio, para volver, a eso de las 4:00 p.m., e inventar que fue un día muy pesado.

Yo, sinceramente, diría que, más que pesado, fue un día largo y, por obvias razones, más caro de lo normal. Pero como dicen por ahí “al que le gusta, le sabe” y pues como la pasé tan rico, días como éste se repitieron varias veces durante mi etapa escolar. 

Como era de esperarse, este castigo no fue suficiente para mejorar mi comportamiento, así que en este colegio sólo gozaron de mi presencia un añito y, nuevamente, mi mamá tuvo que recorrerse el norte de la ciudad hasta que, para infortunio mío, logró su objetivo otra vez.

Así que entré a otro colegio. Por fin terminé mi Maestría en sexto y pasé a séptimo y no sé cómo, yo creería que, por obra y arte del Espíritu Santo, lo logré. Sin embargo, los profesores no se adaptaron a mí, y me temo que yo tampoco a ellos, así que, a mitad de año, les dijeron a mis papás que era mejor que me sacaran de una vez del colegio porque no iba a pasar el año, y no podría repetirlo allá y ellos no tuvieron alternativa diferente.

Así las cosas, otra vez mi mamá de recorrido por Bogotá. Creo que tengo con ella una deuda, la cual estoy a tiempo de pagar y son varios pares de zapatos. A mí, la verdad, no me importaba y yo quería entrar a cualquier colegio (léase hueco) donde estuvieran mis amigos, lo que mi mamá quería evitar y otra vez, para desgracia mía, lo logró.

Entré a un colegio diferente, donde ya no necesitaba uniforme, había libertad de expresión y de personalidad, pero aún así casi pierdo once. Afortunadamente el ‘casi’ no vale y por fin concluí esa etapa de la vida. Al fin dejé de sentir ese hueco en el estómago cada vez que mis papás iban por mis notas y me preguntaban cómo me había ido.

Yo les respondía “creo que bien” y ellos llegaban con la mala noticia de que ese ‘bien’ eran ocho materias perdidas y sólo pasaba Español, Inglés y Matemáticas, y perdía hasta Educación Física y Trabajo Manual. Siempre perdí con todos los honores y cuando ellos llegaban a la casa, nunca entendía qué había pasado.

“Los profesores dicen que eres muy inteligente, pero molestas mucho, no pones cuidado…” La verdad yo sufría de alzheimer precoz desde muy chiquita porque, en medio de un mar de lágrimas, siempre prometía ponerme juiciosa, pero al día siguiente se me olvidaba.

El día del grado de bachiller el papá de un compañero lloraba de la emoción porque en ese colegio lograron lo que él creía imposible: el grado de su hijo y yo estoy segura que mi papá y mi mamá hicieron lo propio en silencio. Yo, por mi parte, lloré pero de la tristeza de pensar que esto no había acabado y que ahora tendría que seguir estudiando en la universidad.


[1] Para aquellos que no son contemporáneos cuando uno perdía una materia a final de año tenía derecho a presentar nuevamente un examen para no perder el año.

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