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domingo, 28 de agosto de 2011

Cosas que emputan




Por @CamiNogales

Si buscan energía positiva en este post, están en el lugar equivocado. Como el título lo sugiere, les reitero que aquí no me voy  a referir a un solo hecho positivo, así que, para ese fin, pueden acudir a “El Alquimista” de Paulo Coelho. Si lo que buscan es literatura más profunda hecha canción, escuchen a Ricardo Arjona. Así que les advierto que aquí sólo van a encontrar lamentos de un ser humano por las realidades que vive a diario y que lo desesperan.

Hay cierta clase de personas que a mí me pueden ‘emputar’, disculparán el término pero de verdad no encuentro una palabra diferente para describir este sentimiento. Empecemos por los ‘viejos’, mayores de 50 años, que se resisten a envejecer y creen que el pelo largo es una señal de juventud y que sus canas los hacen ver más interesantes, como las iluminaciones a las mujeres. Esto empeora cuando no se abotonan bien la camisa y dejan al aire libre su pelo en pecho. Se creen todos unos latin lovers pero del hogar geriátrico al que van a llegar.

“Tatsi, setso, ecsenario, edselente, IFECS, Mayami…” Las personas que pronuncian así estas palabras me producen exactamente lo mismo que los señores mayores de edad descritos anteriormente. Nada comparado con aquellos que, cuando están bailando, empiezan a llevar el ritmo de la música con un “sssssstststs”, en el oído de su pareja, como le pasó a un amigo.

Pero tal vez una de las cosas más aburridoras es la típica pregunta “¿eres casada?” a cuya respuesta negativa comentan “pero por qué una mujer tan bonita no es casada”. ¿Qué se supone que uno debe responder a esto? Aún no sé qué se le debe contestar al idiota que hace esta pregunta, ni me importa.

Pero qué me dicen cuando uno llama a saludar a una persona con todo el ánimo y a la pregunta de “cómo está” responde “ahí”. Detrás de esas tres letras hay un muro de lamentos y lo más grave es que nos confunden con un buzón de quejas y reclamos.

También está el ególatra que, tras más de una hora de monólogo, pregunta “ahh y tú cómo estás”…la única opción es responder “bien, gracias. Me encantó saber de ti. Chaooo”  porque ya ni ganas quedan de hablar.

Los indios con poder son lo más desagradable que ha podido tener la humanidad. Como dicen por ahí ‘el que no ha visto a Dios cuando lo ve se asusta’ y eso está 100 por ciento demostrado en las porquerías que hacen ese tipo de personas cuando tienen las facultades para hacerlo.

El típico charlador de la fila de bancos empieza a mirar, subir la ceja, y hacer ruidos como “hmm”. Luego afirma “es que no hay cajeros”, comenta el clima, la atención del banco y, con dichas afirmaciones, lo que busca es entablar una amistad con la persona que esté al lado suyo.

Irme de jeta contra el planeta me reemputa y tropezarme con todo también. Sin embargo, he aprendido a sobrellevar lo segundo porque me ocurre todo el tiempo, pero la impotencia de sentir que me estoy cayendo y no poder hacer nada me indigna y, peor aún, darme cuenta que muchos espectadores presenciaron esta caída libre.

Por eso, la última vez que me pasó (hace dos días) me levanté con dignidad como si no tuviera las manos verdes por el pasto, con las que evité una tragedia peor.

Pero los desgraciados que manejan camioneta en una tarde de lluvia y ven a un peatón desprevenido al que le aceleran cuando pasan por el charco para lavarlos, no tienen perdón de Dios. Esto debería ser objeto de multa y de cárcel porque lo que sí es cierto es que de 10 veces que pasa un hecho de estos, sólo uno es por accidente.

No sé si a ustedes les pasará pero yo, por lo menos, no tengo derecho a estar seria. Debo reírme todo el día porque si no es así piensan que estoy brava. “¿Qué te pasa? ¿Estás brava?” “No estoy brava” “Sí, tienes algo. Estás brava” y pues ya la segunda respuesta es con un tono más enérgico que la primera porque creo que estas son palabras mágicas que logran el objetivo que es, como se dice coloquialmente, 'sacar la piedra'.

Qué tal cuando, con los dedos índice y anular, golpean el hombro durante un periodo de tiempo algo prolongado demandando atención. Ahí sí nada qué hacer y se me sale el Rocky Balboa que llevo dentro y no respondo por mis actos.

No falta la persona que saluda de una manera tan afectuosa que pega tan duro en la espalda y deja a su interlocutor sin aire o el que aprieta la mano tanto que después toca hacer estiramientos.

Los que escupen cuando hablan, los que gritan en el oído como si estuvieran hablando con el más sordo, los hombres que se embetunan el pelo color negro azabache para tapar las canas, las mujeres que se ponen ombliguera para lucir sus llantas y los guisos que se creen “setsis”, son entre otros, personajes que también me emputan.

domingo, 7 de agosto de 2011

El colegio


Por: @CamiNogales
A pesar de que a la mayoría de la gente le produce nostalgia los días de colegio, a mí ni poquito. Es más, cada vez que  pienso en ellos me da terror. Es que esos 14 años de mi vida, desde los 5 hasta los 19 que me hice bachiller o, más bien, me hicieron el favor de graduarme, fueron un parto diario. 

Sí ya sé lo que todos piensan en este momento, que como no soy mamá entonces no tengo el derecho de comparar esta época de mi vida con un parto. Pues sí lo hago y estoy segura de que, después de superar estos años maravillosos, un parto es lo de menos.
 
Ni siquiera tengo buenos recuerdos de Transición que fue el único año de mi vida colegial en el que icé bandera. La razón de dicha mención era que siempre me quedaba dormida en el pupitre, mientras mis compañeritos hacían de las suyas.

Pero no sólo recuerdo con temor mi rendimiento académico, el cual fue en decadencia e hizo que habilitara [1] Biología desde segundo de primaria, sino esos paseos a mi colegio que quedaba en Suba, los cuales me sentaban un poco mal y me hacían devolver la comida la mayoría de las veces. Esas curvas, subidas y bajadas me mareaban un poquito.

Reconozco que la célula y la fotosíntesis, entre otros temas, no eran mi mayor fortaleza, mucho menos abrir sapos, ni nada parecido. Si su exterior no me importaba, por qué me importaría su interior. En qué cambiaría conocer a un sapo por dentro, es más, no quiero seguir hablando del tema porque puedo repetir lo que me ocurría en el bus del colegio, pero en la sala de mi casa.

No sé cómo lo logré, pero llegué a primero de bachillerato (sexto grado) y por poco tienen que acudir a un abogado para sacarme de ahí. Casi hago un doctorado ese año, pero como era tan joven decidí que sería mejor una Maestría, pues lo repetí tres veces. Eso sí cada repetición fue en un colegio diferente.

En el primero perdí el año y no me dejaron repetirlo, y ahí en lugar de Cristo, comenzó a mi mamá a padecer, pues ella era la que tenía que buscarme colegio. En esa época no había Transmilenio e ir más allá del llamado ‘Tercer Puente’ era toda una odisea. Sin embargo, no fue difícil encontrarme un colegio nuevo porque había salido del anterior sólo por perder el año.

En el siguiente colegio fui una alumna destacada, ya no sólo por mi bajo rendimiento académico, sino por una que otra diablurita que llevó a que, por primera vez, me suspendieran por un día. La verdad no recuerdo ese día como un castigo, sino como toda una aventura que comenzó a las 6:00 a.m. cuando un amigo me esperaba en la esquina de mi casa y yo salí con uniforme.

El primer paso era desayunar en la panadería del barrio, luego sentarnos en un parque a fumar y a hablar, escondiéndonos de todos los que pasaban por nuestro barrio para que no nos descubrieran. A eso de las 10:00 a.m. fuimos a Uniplay de Unicentro a jugar maquinitas, luego pizza en Jeno’s y, finalmente, llegamos a una tienda cerca a la casa a esperar a que nuestros amigos llegaran del colegio, para volver, a eso de las 4:00 p.m., e inventar que fue un día muy pesado.

Yo, sinceramente, diría que, más que pesado, fue un día largo y, por obvias razones, más caro de lo normal. Pero como dicen por ahí “al que le gusta, le sabe” y pues como la pasé tan rico, días como éste se repitieron varias veces durante mi etapa escolar. 

Como era de esperarse, este castigo no fue suficiente para mejorar mi comportamiento, así que en este colegio sólo gozaron de mi presencia un añito y, nuevamente, mi mamá tuvo que recorrerse el norte de la ciudad hasta que, para infortunio mío, logró su objetivo otra vez.

Así que entré a otro colegio. Por fin terminé mi Maestría en sexto y pasé a séptimo y no sé cómo, yo creería que, por obra y arte del Espíritu Santo, lo logré. Sin embargo, los profesores no se adaptaron a mí, y me temo que yo tampoco a ellos, así que, a mitad de año, les dijeron a mis papás que era mejor que me sacaran de una vez del colegio porque no iba a pasar el año, y no podría repetirlo allá y ellos no tuvieron alternativa diferente.

Así las cosas, otra vez mi mamá de recorrido por Bogotá. Creo que tengo con ella una deuda, la cual estoy a tiempo de pagar y son varios pares de zapatos. A mí, la verdad, no me importaba y yo quería entrar a cualquier colegio (léase hueco) donde estuvieran mis amigos, lo que mi mamá quería evitar y otra vez, para desgracia mía, lo logró.

Entré a un colegio diferente, donde ya no necesitaba uniforme, había libertad de expresión y de personalidad, pero aún así casi pierdo once. Afortunadamente el ‘casi’ no vale y por fin concluí esa etapa de la vida. Al fin dejé de sentir ese hueco en el estómago cada vez que mis papás iban por mis notas y me preguntaban cómo me había ido.

Yo les respondía “creo que bien” y ellos llegaban con la mala noticia de que ese ‘bien’ eran ocho materias perdidas y sólo pasaba Español, Inglés y Matemáticas, y perdía hasta Educación Física y Trabajo Manual. Siempre perdí con todos los honores y cuando ellos llegaban a la casa, nunca entendía qué había pasado.

“Los profesores dicen que eres muy inteligente, pero molestas mucho, no pones cuidado…” La verdad yo sufría de alzheimer precoz desde muy chiquita porque, en medio de un mar de lágrimas, siempre prometía ponerme juiciosa, pero al día siguiente se me olvidaba.

El día del grado de bachiller el papá de un compañero lloraba de la emoción porque en ese colegio lograron lo que él creía imposible: el grado de su hijo y yo estoy segura que mi papá y mi mamá hicieron lo propio en silencio. Yo, por mi parte, lloré pero de la tristeza de pensar que esto no había acabado y que ahora tendría que seguir estudiando en la universidad.


[1] Para aquellos que no son contemporáneos cuando uno perdía una materia a final de año tenía derecho a presentar nuevamente un examen para no perder el año.