Por: @CamiNogales
Antes de ser Periodista, quise ser detective. Recorría mi casa con una lupa buscando huellas de ladrones, investigaba los mensajes en clave que aparecían (adivinen escritos por quién) y lo mejor de todo es que los descifraba. Lo que no sabía en ese momento, pues era muy niña, es que podía ejercer mi profesión como detective del DAS. Sin embargo, esta experiencia me sirvió más adelante para detectar una que otra infidelidad.
Soñé con ser bailarina de ballet, pero sólo porque me gustaban los vestidos; detestaba esa música, así que fracasé antes de intentarlo. La posibilidad de ser Sonia Osorio se derrumbó ipso facto. Quise ser cantante. Formé un dúo con una amiga del colegio, me acuerdo que ella me llamaba por teléfono y yo le cantaba “la de la mochila azul, la de ojitos dormilones, me dejó gran inquietud…” y ella, al otro lado de la línea me grababa, pero los profesores conspiraron en contra de mi estrellato, cuando me echaron de dicha institución. De modo que no pude ser Pedrito Fernández, versión mujer.
Quise ser baterista, muy al estilo de Ringo Starr, pero mis papás me negaron esa posibilidad. Ellos, en lugar de rockera, me querían serenatera y por eso insistían en que tomara clases de guitarra, a lo que me negué categóricamente porque nunca quise ser cantante de chimeneas. Yo sólo quería hacer vibrar a los demás con el sonido de este instrumento y como no lo logré, hice vibrar a mi familia y a mis vecinos con mi propia batería que, por cierto, era Energizer. Lo que sí tengo claro es que si ellos hubieran sabido lo que les ocurriría, en el corto plazo, hubieran preferido escucharme todos los días tocando ese instrumento.
Mi sueño musical murió definitivamente cuando, después de ser tenista, decidí ser como Paris Hilton, Lindsay Lohan o Kim Kardashian, es decir, no quería ser nada. No lo hice tan mal, pero pude haberlo hecho mejor si hubiera contado con medios económicos similares a los de ellas. Pero por las noches, aunque en sitios menos reconocidos, seguí juiciosamente sus pasos. El problema es que para seguir esa vida nocturna de lujuria y rumba, se necesitaba más dinero y, nuevamente, fracasé en el intento.
Por fin llegó la hora de la verdad…salí del colegio y debía escoger una carrera. Era obvia, teatro. Siempre he llevado una artista adentro y si no, pregunténle a mi mamá cuántos Óscares me pude ganar en mi adolescencia por cuenta de mis buenas y creíbles actuaciones, las cuales prefiero dejar a su imaginación.
Como todo papá me dijo que esa no era una carrera y “me iba a morir de hambre”. Aunque hubiera querido que estudiara una ingeniería, él más que nadie sabía de mi déficit neuronal para tal fin. Así que me sugirió Administración de Empresas, lo hice en la Javeriana y reconozco que la pasé buenísimo ese semestre.
Así que nuevamente llegó la hora de la verdad segunda parte: decidí estudiar Comunicación Social y Periodismo. Sí, la carrera para las “niñas huecas, brutas, que sólo quieren ser presentadoras de televisión”. Pero era Teatro o Comunicación. Mi papá no tuvo otra opción.
Desde entonces, he recibido todo tipo de críticas. Duré un año tratando de encontrar mi primer trabajo y, en ese entonces, me reiteraban que si fuera Administradora de Empresas mi vida sería mejor, que quién me mandaba a estudiar esa carrera. No se imaginan las eminencias que me decían esto, sí esas mismas eminencias que sólo se dedican a criticar al prójimo, y que no hacen sino buscar lo negativo en la vida de los demás porque la de ellos es perfecta.
Cuando hice la maestría, yo era diferente a todos por ser Periodista. Era la única con esta profesión y, por esa razón y mi supuesta falta de preparación, el profesor que me hizo la entrevista recomendó que no me aceptaran. No les niego que, en primer semestre, me sentía no en clases de Administración Pública, sino de arameo, pero conseguí un buen traductor y la saqué adelante. Para sorpresa de todos, la Periodista fue la primera en graduarse y el profesor, con el rabo entre las piernas, tuvo que retractarse de su concepto inicial, reconocérmelo y pedirme disculpas.
Los periodistas no somos tan brutos como creen. Es más, tenemos más cultura general que cualquier otra profesión. Debemos saber de todo y si no lo hacemos, debemos inventarlo o aprenderlo. No hay otra alternativa. Nuestra vida, gracias a Dios, no transcurre sentada en un escritorio al frente de una tabla en Excel haciendo cuentas inútiles.
Es preciso tener la mente abierta porque, a pesar de tener una agenda de trabajo, siempre ocurren imprevistos. Hay que saber escuchar y, por supuesto, comunicar. Tenemos la capacidad de crear, de escribir, de hablar y conocer gente a diario. Nos codeamos no sólo con el compañero de al lado en la oficina, sino con personas que no hubiéramos podido conocer si fuéramos administradores o ingenieros. Todos los días comenzamos una aventura que no sabemos cómo termina. La historia la vivimos y la escribimos minuto a minuto. Eso, entre otras cosas, es lo bello de nuestra profesión.
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