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domingo, 17 de julio de 2011

Nací en la Edad de Piedra


Lo reconozco, soy Homo Sapiens, nacida en la Edad de Piedra, época en la que el máximo adelanto tecnológico era el televisor en blanco y negro. Gracias a Alexander Graham Bell teníamos un teléfono fijo, al igual que una nevera y un transistor, cuyo nombre suena mejor con tilde en la í, o sea transístor, para escuchar radionovelas.

No crean que, porque no tenía lavadora, no se lavaba. Pues claro que sí, pero a mano, y en el lavadero. Por eso uno de los verbos con los que me familiaricé desde chiquita fue “refregar” y las muchachas de servicio que, por lo general, eran internas, se la pasaban “refregando” o, en su defecto, “restregando” la ropa. Lo más grave del asunto era el aseo de los pañales.

En ese entonces, no existían los desechables, sino que eran de tela tipo garza, así que cada vez que el bebé (o sea yo) se hacía popó, lavaban el pañal. Les soy franca que, después de conocer este detalle, me da mucha vergüenza con mi mamá y con las muchachas que trabajaron en mi casa. Mi consuelo son mis contemporáneos, que pasaron por la misma situación.

De lo que se veía en televisión tengo recuerdos vagos. A Alfonso Lizarazo y su ‘escuelita en el corazón’ lo veo desde que tengo uso de razón y lo acabé de corroborar, pues ‘Sábados Felices’ nació en 1972”, al igual que ‘El Show de Jimmy’. En ese entonces, era tal la escasez de galanes que mis amores platónicos fueron Jimmy Salcedo y Billy Pontoni, cantante del que no me acuerdo de sus éxitos musicales, pero sí que una tía me arrebató esa ilusión, cuando fue su novia.

Cuando tuvimos ‘toca discos’ fue lo máximo. Lo único que, a ratos, me disgustaba era la mota de algodón que se le pegaba a la aguja y tocaba soplar para poder escuchar bien el ‘tema musical’. Cuando pienso en este maravilloso electrodoméstico, es inevitable acordarme de Idaly. Ella era la muchacha que me cuidaba y tenía un novio que se llamaba José. Un día José le terminó, pero la citó en el parque de la esquina, para entregarle un disco de desprecio. Ella no tuvo otra opción que llevarme a la dichosa cita y, a la vuelta, pusimos el famoso disco. “Tú eres la chancla que yo dejé tirada, en la basura a ver quién te recoge. ¡Ingrata, fea, piojosa, greñuda!”, decía una de las canciones que José le dedicaba a Idaly. Después de eso, nadie me sacaba de su cuarto, en el que yo le pedía, una y otra vez, que repitiera esa canción, cuya letra me llevaré a la tumba.

Cuando crecí un poco más, llegó a Colombia la televisión a color. Toda una revolución. El problema es que mi televisor seguía sin control remoto. Sólo, después de visitar a unas amigas, me dí cuenta lo poco recursivas que éramos en mi casa. Ellas se acostaban en la cama a ver televisión, tenían una escoba a su lado y, cada vez que querían cambiar de canal, lo hacían con el palo de la misma. ¿Cómo no se me ocurrió antes?

En el colegio, comencé a ver clases de Mecanografía y tenía que cargar con la máquina dos veces a la semana. A ésta se le tapaban las letras para poder aprender a escribir sin mirar el teclado. ¿Quién no se lesionó el dedo meñique haciendo la plana ASDFG ÑLKJH justo en el momento en que se digitaba la A y la S o la H y la J? Y si dañó la hoja, de malas, a repetirla.

Tampoco existía la tecla enter, sino una palanca para cambiar de líneas y un timbre que avisaba cuando llegaba al borde de la hoja. La cinta era la que permitía escribir en el papel, que equivaldría al cartucho de la impresora. Yo no sé si mis dotes de digitadora los adquirí gracias a este magnífico invento.

Además, escuché música en Walkman, aunque debo reconocer que nos veíamos algo extraños con esos audífonos que se parecían a las orejas de ALF y cuyo aparato era un poco pesado. Pero ahí podía meter el casete y escuchar la música que quisiera, de dudosa calidad, porque era grabada de 88.9 con la voz de Alejandro Villalobos de fondo. Las canciones del casete no pertenecían a un solo género musical, sino que era más bien crossover.

También tuve el privilegio de escribir y enviar cartas por correo. Las escribía en esquelas y se las enviaba a mis amigas en otras ciudades. En lugar de chats, para conocer amigos de otras partes del mundo, había que inscribirse a algo así como ‘Pen pals’, y se intercambiaba correspondencia con personas de la edad de uno en el mundo entero. Pero muchas cartas se quedaban escritas porque, a veces, el ejercicio de ir al correo a que le pusieran la estampilla y guardarla en el buzón, me daba cierta pereza.

Así fue mi vida sin tecnología. La falta de celular fue una ventaja porque si uno se desaparecía, no había poder humano que lo encontrara. Aunque para mí fue lo mejor, creo que mi mamá y hermana no opinan lo mismo. A ellas les hubiera gustado que, en ese entonces, existieran los brazaletes de seguridad para presos, que permiten ubicar al condenado donde quiera que esté.

Cuando no quería saber de nadie, simplemente desaparecía y las posibilidades de reencuentro eran mínimas, mientras que, ahora con Facebook, lo encuentra el mismísimo Jaimito 'El Cartero', independientemente de que esté en Tangamandapio. Asimismo, investigaba en enciclopedias, pero sin la Británica, tenía la disculpa perfecta para no hacer tareas. Esta excusa no sería válida con Google a bordo. Así las cosas, digo con orgullo, que tuve el honor de haber nacido en la Edad de Piedra.

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