Mover el esqueleto tiene su ciencia. Por eso nuestros primeros pasos en ese sentido no son tan fáciles, ni tampoco innatos. Desde que tengo uso de razón amo la música, lo que no significa que haya nacido con el movimiento de caderas de Shakira. Menos mal cuando era niña no existía el 'Waka Waka' porque mi motricidad y coordinación habrían sido puestas en tela de juicio.
Los primeros pasos que di fueron con Menudo. No fue tan difícil seguir coreografías como la de “lluvia, lluvia, arco iris, vienes y te vas mojando mis cabellos”. Estoy segura que mis contemporáneos aún se acuerdan de los pasos. Sin embargo, después llegó la vida real y con ella las invitaciones a las fiestas. Recuerdo una de mi hermana en particular, en la que un amigo de ella se puso a la difícil tarea de enseñarme. Lo que no sé es si ya se le habrá pasado el dolor de cabeza de esa noche, en la que, al ritmo de “Mi mujer ya me está consumiendo…comején, ay comején”, no entiendo por qué razón, en lugar de pisarlo, le pegaba cabezazos. Al parecer, en lugar de mover la cadera, movía la cabeza, cual rockera.
Las siguientes fiestas fueron, literalmente, en lugar de diversión, una tortura para mí. ¿Han escuchado la expresión “comer pavo”? Yo no sólo la escuché, sino que la viví en carne propia y no una vez, sino varias. No sé si tuvo que ver con mi escaso talento para bailar, el hecho es que después de pisar un par de veces a mi parejo, nadie me sacaba a bailar y yo me quedaba, sentada, mirando al infinito. Por esta razón, al día siguiente no podía ni ver una silla porque me dolía la cola de pasar tanto tiempo sentada.
Finalmente aprendí a defenderme con sudor y lágrimas, aunque siempre me produjeron envidia las bailarinas de orquesta porque no pude llegar a tanto. Me acuerdo cómo se bailaban merengues como “Si tú te vas, mi corazón se morirá…eres vida mía todo lo que tengo…” La pareja estrella de la fiesta tenía que dar muchas vueltas en la pista, hacer el ocho y no sé qué más piruetas. No, a mí que no me pidieran tanto, yo cumplía con mover la cadera y los pies, pero a la segunda vuelta ya estaba mareada y como no podía ir al ritmo de mi pareja, la pisaba. Pero eso ya era un avance, pasé de pegar cabezazos a pisar.
Aunque el Breakdance lo bailaban, en su mayoría, hombres, yo siempre quise hacerlo, pero fui una simple espectadora. Al que sí traté de imitar, en repetidas ocasiones, fue a Michael Jackson con ese movimiento de mano al cantar “Just Beat it, beat it”, pero me hacía falta un poco de swim. Nunca pude caminar para atrás, pero sí gritar ¡Uhhh! como él lo hacía. Es más, todavía puedo.
Para la salsa sí he sido negada, sólo sé el paso básico, no me pongan a hacer el salto de la hoja…se me olvidaba, también sé hacer el embolador, ¿qué cómo es eso? Suban un pie y simulen que tienen un trapo para brillar el zapato y hagan ese movimiento, les garantizo que así descrestarán a su pareja.
En el colegio, mi mejor amiga y yo preparábamos coreografías de canciones como “How will I know if he really loves me…” de Whitney Houston y nos salían lo más de bien, pero cuando nos tocaba bailar “La Cumbia cienaguera que se baila suave zona”, con toda la indumentaria necesaria, yo no podía. No sé si era la falta de medias o las alpargatas las que me impedían coordinar los pasos y mirar sonriente y coqueta al público que nos admiraba.
El vallenato sí era lo máximo porque era la música del final de la fiesta y en la que nuestro parejo, al ritmo de “Llegó la hora de partir sin medir distancias” de Diomedes Díaz, tenía licencia para amacizarnos y rozar cachete con cachete. Nosotras, mientras tanto, en silencio le pedíamos a Dios que este hombre nos dedicara esa canción. Igual si no lo hacía, era como si lo hubiera hecho porque cada vez que la escuchábamos en otro escenario, gritábamos “¡ayyyy! esa es nuestra canción”.
Aunque yo no tuve fiesta de 15, sí tuve que bailar el vals en una que otra fiesta y, al respecto, prefiero no referirme, ni tampoco recordarlo. Lo que más me gustó bailar fue “que qué que qué Ricarena”, me encantaba, era el ritmo perfecto que se ajustaba a mis capacidades bailarinísticas.
Pero donde se puso a prueba mi coordinación fue en “el meneíto, el meneíto…ahí, ahí” y pude constatar que tenía un grave problema en mis hemisferios cerebrales porque cuando todo el mundo iba a la derecha, yo iba hacia la izquierda. Lo peor eran los golpes que les pegaba a mis compañeros de rumba por ir, literalmente, en contravía.
Gracias a Déxter y a Nerú mi vida dio un giro de 180 grados. Ellos dos son los artífices de lo que yo soy en el baile. Gracias a ellos, aprendí y al ritmo de la canción “moviendo la cadera, moviendo la cadera, a la derech, a la izquier”, lo logré. Ellos hicieron el milagro y, desde entonces, comprendí cuál era la diferencia entre izquierda y derecha, adelante y atrás, y pasé de hacerme en la última fila, donde me miraban mal porque les pegaba a todas las vecinas del gym, a la fila de adelante, justo detrás de ellos.
Por falta de espacio no podré referirme a otros bailes como Lambada, Macarena, Aserejé, champeta, capoeira y reggaeton. Pero sí puedo concluir que lo bueno de ahora es que ninguna mujer corre el riesgo de “comer pavo”, salvo que sea Navidad. Lástima que no me tocó esa época porque me habría evitado unos cuantos dolores de cabeza, no sólo a mí, sino a mis parejos.
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