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miércoles, 13 de julio de 2011

Mi Testamento

Como todos los seres humanos, algún día me iré de este mundo, y aquí quiero dejar consignado todo lo que no quiero que ocurra en mi paso del más acá al más allá.

El día en que me muera, aunque no hablo de muerte política, de la cual fui víctima el día en que llegué a trabajar con un congresista por accidente y el día en que, por accidente, también salí de allí. Desde entonces, estoy muerta políticamente porque no tengo la maquinaria suficiente, diferente a la familiar, para que un milagro de estos vuelva a ocurrir en mi vida.

Pero bueno, volviendo al tema, y antes de exponer mis argumentos, aclaro que no trabajo en una funeraria y que mi experiencia cercana a la muerte no ha sido una constante. Pero con la partida de tres seres queridos he tenido suficiente para dejar, como constancia y testamento, lo que no quiero que ocurra en el momento en que tenga que subir al cielo o bajar al purgatorio.

La verdad mi destino es incierto porque no sé qué pese más en mi hoja de vida: un pasado tortuoso o un presente de monja. En fin, no me quiero desviar de las situaciones que no quiero que pasen, en mis últimos segundos de vida y una vez ocurra lo inevitable: mi muerte.

El día en que me muera no quiero que me suceda lo mismo que a una amiga de la Universidad, cuando llegamos todos los compañeros de clase a su casa y, precisamente, la vieja que no soportaba aprovechó este ‘cuarto de hora’ ‘para robarse el show’. Así las cosas, ella era la que estaba en la casa atendiendo el teléfono fijo (en ese entonces, sólo los más plays usaban celular y el teléfono fijo todavía reinaba) y, por lo tanto, daba razón de los pormenores de las exequias, como si se tratara de la mejor amiga.

Entretanto, su mejor amiga lloraba, pero no sé si era de la tristeza o de la ‘piedra’ que le dio presenciar esa escena. Además, no faltaron sus comentarios destemplados para esos momentos de dolor. Al papá, pobre hombre con semejante pena que llevaba por dentro, ella le decía: “¡Llora, desahógate!”

Los últimos días de mi abuelita, no sólo fueron de tristeza, sino de una combinación de sentimientos de asombro e indignación, cuando apareció una persona que parecía más nieta de mi abuela, que los mismos nietos, y que jamás había visto en mi vida. Ella no salía de la habitación y nos tocaba, a los nietos, valga la redundancia, casi pedirle permiso para poder ingresar. Justo unos cuantos minutos antes de morir, la dichosa ‘nieta’ llevó a su hija para que, en primerísimo, primer plano, presenciara el último suspiro de mi ‘viejita’. ¿Hay derecho?

De esta última muerte no daré muchos detalles porque aún duele. Lo cierto es que en las últimas horas de vida de un ser querido, una señora que no lo había visto en su vida, estaba en la habitación esperando su muerte, al lado de su madre, y llorando, como si se tratara de su propio hijo. Entretanto, los familiares estábamos en la sala de espera porque sabíamos que este era un momento íntimo de los padres, con su hijo que estaba a punto de fallecer.

No obstante, no se trata sólo del momento en que uno pasa del más acá al más allá, sino el después de. Yo pensaba que el cuento de la ‘Llorona’ era fantástico, pero la realidad supera la ficción y hay personas que lloran a cuanto muerto les pasa por el frente. Otras que hacen gala de sus mejores ‘pintas’, van a la peluquería y se mandan a maquillar como si se tratara de la Alfombra Roja…y después dicen que por qué los ladrones aprovechan estos escenarios para robar…pues por culpa de estos personajes que confunden la funeraria con un coctel.

Eso sí, todo el mundo está ‘echando ojo’ de las pintas y de la marca de las gafas oscuras. No faltan las que van en busca de novio y echan toda clase de chismes, mientras al muertito ya nada de estas banalidades le interesan. Otras que les gusta ir porque sí, y así se trate del fallecimiento de la bisabuela de la amiga de la prima segunda, allá llegan para dar el pésame y llorar al muerto. Lo peor es que se hacen en la primera fila y detrás del ataúd para no perder detalle alguno. Luego, se van felices a su casa porque su aventura en la funeraria equivale a una pastilla de éxtasis.

Cuando llega el momento de saludar al doliente, se ve una cola interminable que, además, al mejor estilo de un banco, transcurre lentamente por cuenta de los interminables sermones que, la gran mayoría de las personas, pronuncian en ese momento. Gracias a Dios nunca he podido escuchar, pero lo que sí puedo garantizar es que, de todo lo que hablan, el 98 por ciento son sólo sandeces.

Nada de esto quiero que pase cuando me vaya de este mundo. Tampoco quiero seguir votando, pero, tal parece que, en Colombia, el derecho al voto es eterno y tendré que seguir ejerciéndolo. Lo que más me preocupa de mi muerte es que, el día que me muera, no podré vigilar que estas situaciones no se repitan...pero ustedes sí.
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