Uno cumple años sólo una vez al año…esa era razón suficiente para que, a partir de mis 15 años y hasta los 22, celebrara como se debía. Mi mamá, no sé si por desnaturalizada, al igual que mi hermana, en vez de alegrarse, sufría cuando esta fecha se acercaba. Todo comenzó con mi fiesta de 15 años. De hecho, yo tenía que escoger entre un viaje a Estados Unidos, donde vivía una tía, o una fiesta. Si usted me conoce, ¿Qué cree que escogí?
Pues la segunda opción porque ni Mickey, ni Donald eran tan divertidos como mis amigos.
Mi mamá, mujer precavida, buscó la receta de un coctel con maracuyá para que sólo tomáramos eso. Ella estaba feliz porque había calculado máximo tres coctelitos por invitado y no más, como para que mantuviéramos nuestra sobriedad durante toda la noche. Todos le recibimos por decencia, sin embargo, mi mamá comenzó a percatarse de los efectos del alcohol no sólo en mis amigos sino en mí, pero no comprendía la causa de los mismos.
Lo cierto es que a altas horas de la noche un amigo quedó petrificado en el piso de la sala de mi casa. Sí, es lo que ustedes están pensando “no estaba muerto, andaba de parranda”. Justo en ese momento, cuando la mayoría de los invitados ya se habían ido en estado similar, mi mamá descubrió una guaca en la casa en la que se encontraban 9 botellas de ‘guaro’ vacías. Si ella no hubiera hecho ese coctel con ese dulce, quizás habría evitado lo inevitable porque fijo el dulce de la maracuyá fue lo que le hizo daño al pobre muchachito (sí, como no) al que los papás tuvieron que sacar como se merecía: “en hombros” y olé.
Me quedó gustando celebrar en grande…y a mis amigos también. A mi mamá tal vez no, y a mi hermana un poco menos. Sin embargo, tuvieron que padecer por varios años el desfile de amigos que entraban y salían de mi casa, casi siempre, en las mismas condiciones.
Recuerdo una vez que me llevaron, ‘supuestamente’, un trío. Eso no lo tengo tan claro, no sé si sería bizca pero yo les puedo jurar que los músicos eran seis. El hecho es que, después de la euforia que causó dicha serenata, nos llevamos a rumbear a mi mamá y mi hermana.
Yo creo que de sólo recordarles aquella noche podría revivirles el estrés postraumático que les causó vernos en todo nuestro furor cantar, bailar, gritar, brindar por nuestros amores que no eran pocos. Nuestra conversación era un derroche de cultura general. Esa debió ser la razón por la cual mi mamá y mi hermana huyeron despavoridas, pues a ellas les era imposible sostener una conversación de semejante calibre intelectual. Desde entonces, mi ellas declinaban ante cualquier propuesta indecente que les pudiéramos hacer.
Sin embargo, todo lo que empieza se termina, especialmente, si alguno de ustedes tiene una hermana como la mía. Cuando cumplí 22 años, era popular y, por lo tanto, mi círculo de amistades se había ampliado considerablemente. La fiesta comenzó en la tarde y la gente iba llegando gradualmente. Estaban mis amigos y como diría Objetivo Birmania “los amigos de mis amigas” que también eran “mis amigos”. Yo no me acuerdo cuánta gente había en mi casa, ni a cuántos conocía, lo cierto es que el CD de Maná se repetía innumerables veces y yo ya no sabía de quién era vecina, cuando mi hermana decidió acabar la fiesta. Esa noche marcó el final de dichas celebraciones.
Al siguiente año, el día de mi cumpleaños, fui secuestrada por mi papá, quien me llevó a cine a ver Forest Gump, luego a comer y me dejó en mi casa a altas horas de la noche, justo cuando ya habían pasado todos mis amigos por allí en busca de una farra que se había institucionalizado, pero que mi familia acabó arbitrariamente.
Por esta razón, cuando iba a cumplir mi cuarto de siglo me indigné y me rehusé a celebrarlo. Mi cumpleaños era un lunes y por eso el domingo mis compañeros de la U me organizaban una fiesta sorpresa. Yo decidí irme de la casa ese día y mi mamá no tuvo alternativa diferente a contarme. Cuando llegaron mis amigas yo abrí la puerta y me gritaron “¡Sorpresa!” y yo les respondí: “no pues, qué sorpresa tan #$&/$”.
Al terminar la Universidad, nos reunimos todo el parche y esa fue la mejor despedida. No quedó títere con cabeza y no precisamente porque rajáramos del prójimo, sino por el exceso de Vodka Absolut que tomamos. Una compañera pastusa se robó el show con sus dichos, sus bailes, otra peleaba con el novio, la otra llamaba por teléfono…en fin, fue un día memorable que nunca más se volvió a repetir porque mis cumpleaños han venido en decadencia.
La bebida de los años siguientes ha sido té o café, de acuerdo con el gusto del ‘gato’ que me visite con ponquecito. Lo único que me falta hacer ahora es un costurero y estoy segura que ya falta poco para eso. Si el año pasado organicé una piñata en la que mi única invitada era mi primita que tenía dos años, ¿qué tiene de malo que ahora decida jugar parqués o damas chinas?
Independientemente de lo que decida hacer, de lo que sí estoy segura es que ese día hay que celebrar la vida porque no sabemos cuándo nos vayamos. Muchas personas que estuvieron conmigo en mis cumpleaños y en mi vida, ya no están: mi bisabuelita Elizabeth, mi abuelita Amanda, mis amigas Ana y Marce, mi tía Tita que partió hace dos años el día de mi cumple y mi primito Juanito. Al recordarlos a ellos sé que con ‘guaro’, con té, con agua, con lo que sea debo celebrar siempre con las personas que amo porque nuestro paso por acá es corto.
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