Un fumador siempre tiene la disculpa perfecta para prender un cigarrillo: el frío, el calor, el hambre, la llenura, el guayabo, la tristeza y la felicidad.
Así era yo, a pesar de que, a los ocho años, le insistía a mi mamá que dejara ese vicio. Paradójicamente, tres años después, hice mis primeros ‘pinitos’ en el mismo. Todo empezó con una ‘brujería’ que me enseñó una amiga para que nuestras ‘tragas’ nos correspondieran.
Era una oración que se decía antes de prender el cigarrillo, de la que sólo recuerdo que, al final, con el humo adentro, teníamos que decir: “#$#&/* amor ven a mí”, tres veces. Lo intentamos hacer, a escondidas, pero nunca nos funcionó. ¿Será porque no aspirábamos el humo? No lo sé aún y se me olvidó corroborarlo en mi época de fumadora, pero ahí les dejo la inquietud.
Después, en una reunión, una amiga de mi amiga prendió un cigarrillo. Yo no tenía ni idea, pero dije que fumaba, pues no me iba a quedar atrás. Prendí un cigarrillo, a la par con la niña que había llegado. La diferencia entre ella y yo radicó en que ella aspiraba el humo y yo, como no sabía hacerlo, me la pasé llorando toda la tarde porque éste siempre se me metía en el ojo.
Después de esa tarde, desistí de fumar, pero sólo por un tiempo. Cuando tenía 13 años me ‘enamoré’ de alguien cinco años mayor que yo. Él fumaba. Una amiga organizó una fiesta a la que él iba a asistir y tomé una decisión adulta y, por cierto, muy inteligente: aprender a fumar para conquistarlo. Fue toda una ardua semana en la que, un grupo de amigos, me enseñaron.
No crean que eso era a punta de Marlboro, era puro Mustang porque el bolsillo no daba para más. Fue una semana de llanto y mareo. Finalmente, aprendí, pero puedo asegurar que no tenía el estilo de Marilyn Monroe. Me metía el cigarrillo en la boca y apretaba los labios, luego inhalaba haciendo mucho ruido, como si me hubieran pegado un susto y, al final, un poco más relajada, exhalaba el humo. En la dichosa fiesta, permanecí con un cigarrillo en la mano. El éxtasis total fue cuando este personaje llegó y me preguntó extrañado: “¿tú fumas?” y mi respuesta fue un “sí” contundente. Después de ese acontecimiento, encontré en el cigarrillo, una herramienta para demostrar mi rebeldía. Fumar a escondidas en el paradero del bus, en el colegio y en mi propia casa era toda una aventura.
Cuando cumplí 15, por fin fumé delante de mi mamá y ahí sí me sentí la mujer más madura. Todas las fotos de mi fiesta, aparezco con mi mamá y un cigarrillo en la mano, para dejar constancia de que, además de ser fumadora, podía hacerlo en mi casa, lo que despertó la envidia de todos mis amigos que hacían lo mismo.
Poco a poco el cigarrillo dejó de ser un juego y se convirtió en un vicio. Cuando ya supe la diferencia entre un Mustang y un Marlboro, opté por el segundo y, a veces, por un Kool Light, marca que supuestamente dejaba estéril a quienes la consumían. Eso todavía no lo he comprobado pero, si llego a hacerlo, les informo. También fumé Capri, Moore y hasta Piel Roja y el cigarrillo se convirtió en mi fiel compañero y en un remedio para todo: el sueño, la pereza, el cansancio, el ‘guayabo’, la tristeza, la felicidad, el frío y el calor.
Nada mejor que el primer cigarrillo para empezar bien el día. ¿Taquicardia, vacío en el estómago y el pulso alterado? ¿Es esa una buena forma de empezar el día? En el transcurso de la mañana cigarrillo con tinto, arma letal, que alteraba más el sistema nervioso. Después del almuerzo…lo mejor para la digestión. Hablando por teléfono…las charlas eran más amenas. Estudiando...delicioso; antes de acostarse, también. Con trago, lo mejor porque todos los cigarrillos entraban igual de rico, ¿y el 80% del guayabo del día siguiente a qué se debía?
Helado y cigarrillo…un manjar. En fin, en todas las circunstancias el cigarrillo era lo mejor. Cuando estaba sola, me acompañaba; si llegaba alguien me daba más seguridad, me quitaba el aburrimiento…Pero, ¿quién pagaba los costos? No sólo mi bolsillo, sino mis pulmones.
Nunca supe cuántos cigarrillos fumaba, eso dependía de las actividades realizadas. Además, como siempre compraba paquete, les sostenía el vicio a unos cuantos ‘gorreros’ que aparecían por todos lados. A los 23 años retomé el deporte. Eso no me impidió seguir fumando durante cinco años más, hasta que tomé una verdadera decisión adulta. Además de sentir el deterioro de mi estado físico, veía mis uñas amarillas, mis labios morados y mi cara, aunque les juro que me la lavaba, tenía aspecto como opaco. Un 31 de diciembre lo decidí, como lo promete la mayoría, pero, a diferencia de ellos, tengo el orgullo de contar que, desde entonces, no fumo.
Cuando algún fumador me saluda, siento que la expresión de ‘saludar a un cenicero’ no era una exageración. Gracias a Dios, a la fuerza de voluntad y al ejercicio lo logré y no tuve que esperar a que el médico me dictaminara una enfermedad. Muchas personas recaen en el vicio, argumentando problemas serios. Yo ya he superado esas pruebas, y en esos momentos tengo la certeza de que el cigarrillo no me los va a solucionar. Así que déjense de pendejadas, porque se puede.
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