Si usted todavía cree que el Niño Dios existe, no le recomiendo leer este 'post' porque se llevará una gran desilusión, la que nunca me llevé cuando era niña porque, desde que tengo uso de razón, supe que el Niño Dios no existía. Ese es uno de mis traumas infantiles no superados. Mis papás nunca nos dijeron (a mi hermana y a mí) que le escribiéramos una carta de regalos al Niño Dios, no sé si lo hicieron por pragmáticos o por crueles.
En lugar de escribir un Tratado similar al de los Derechos Humanos, nosotras teníamos derecho a pedir un solo regalo que, en nuestros primeros años de vida, era un juguete. Muy distinto a lo que ocurre ahora, que los niños escriben sus cartas y esos árboles de Navidad están atestados de regalos para ellos. Así las cosas, me permito concluir que nos tumbaron.
Uno entra al cuarto de un niño y está lleno de juguetes, todos en buen estado. Mientras que el mío se asemejaba a la cárcel de Guantánamo, versión muñecos. Un oso café, cuya cabeza se le podía quitar y poner; una muñeca sin brazo; otra sin pelo, en fin…Con razón, por las noches, yo moría del susto de ver la sombra de esos juguetes tan diabólicos.
Recuerdo especialmente una Navidad que pasé en la casa de mi papá. Como no conocí nunca de la existencia del Niño Dios, le pedí a mi papá una muñeca que, cuando se le quitaba el chupo, lloraba y gritaba mamá.
Cuando llegué a su casa, ví en el árbol una caja muy grande, envuelta en papel regalo, y yo, creyendo que era para mí, pregunté quién era el destinatario y me respondieron que era una vajilla para una amiga. A las 12 de la noche, repartieron los regalos, sólo quedaba la bendita caja y yo no tenía regalo. Cuando ví eso, casi me ataco a llorar y sólo pude decir: “como para mí no hay regalo…”, con la voz muy temblorosa. Minutos después, cuando se dieron cuenta de la inminencia de mi llanto, me dijeron que la caja era para mí y, en efecto, era la muñeca. Si yo, en ese entonces, hubiera conocido el ICBF, hubiera salido de la casa de mi papá para allá, porque ese susto no fue un asunto menor.
Una vez crecimos, el regalo era ropa. Eso era lo de menos si tuviéramos que ir solas; pero no, esa vuelta se hacía en compañía de mi querida madre. Por esta razón, la paz de la Navidad, se veía opacada pues, teniendo en cuenta nuestros gustos tan diferentes, la jornada siempre terminaba en pelea. Y, ¿quién ganaba? Pues la de la plata que no me dejaba comprar pintas para vestir la loba que llevo dentro. El resultado de la vuelta: un agarrón, como dicen las mamás, “de padre y señor mío”.
Como nunca supe nada del Niño Dios, en mi casa no había pesebre y tampoco se rezaron las novenas. Lo empecé a hacer, por mis propios medios, en mi adolescencia, y en casas distintas a la mía. Lo malo es que eran muy largas, empezaban alrededor de las 7 de la noche y terminaban, por temprano a la 1 de la mañana, después de bailar, tomar y comer. Nueve días en ese trajín, era demasiado, pero se gozaba. Además, por cuenta de mi inexperiencia en estas lides, un día fui objeto de burla porque me tocó leer la Oración al Niño Jesús, y leí: “nos entregamos a vos, ¡Oh niño impotente!…”
Del 24 de diciembre ni me quiero acordar. Esa sí era la fiesta más larga, que comenzaba en las horas de la tarde con mis amigos; por la noche con mi mamá, mi abuela, mi hermana y mi tía, y a veces con algunas amigas. Mi abuela era el alma de la Navidad, a pesar de la escasez de galanes en la familia, ella no tenía ningún problema en pararse a bailar canciones de Pastor López y Lucho Bermúdez. Esta bella integración familiar se veía interrumpida pasadas las 12 de la noche, cuando llegaban mis amigos a recogerme para celebrar la Navidad, sin regalos y, por supuesto, sin Niño Dios, pero hasta el día siguiente.
Cuando superé esa etapa de salir con mis amigos después de la Navidad, una de mis tías era mi compañera de celebración. Esa noche, ella y yo nos confesábamos ya ni me acuerdo qué y yo creo que ella tampoco lo recuerda, ya se imaginarán la razón. Así nos llegaba la Navidad, en medio de secretos olvidados y un llanto incontenible.
Aclaro que en mi casa siempre hubo árbol de Navidad, aunque, por su tamaño, pocas personas se dieran cuenta de su existencia. Una vez un primito le preguntó a su mamá cuál era la razón por la que, en mi casa, siempre había un árbol tan chiquito. Con ese comentario me sentí humillada y compramos un árbol grande. Para que toda la familia lo viera, organizamos una novena. Por tal razón, todos se vieron obligados a organizar una en su casa, pero al cuarto día ya estábamos aburridos de vernos la cara, y desistimos de rezar las cinco restantes.
Ahora, con esta fecha, tengo sentimientos encontrados. Por un lado, soy el Grinch de la Navidad, porque esta época nos recuerda que estamos incompletos y que nada será igual sin las personas que más amamos a nuestro lado. Además, qué me dicen de la natilla, el buñuelo, el panetón, el ponqué…sí yo sé que son deliciosos, pero esos kilos de más nos perjudican para las vacaciones de enero en las que tendremos que lucir nuestras Michelin, sin pudor alguno.
Pero me gusta porque es una oportunidad de compartir con toda mi familia: mi tía a la que le mandan saludos de Bavaria y ahí queda, de ver a mi mamá cantar y bailar 'La Pringamosa', de escuchar los chistes malos de mi primo, de compartir con mis hermanas, con mi papá y recibir muchos regalos, aunque el Niño Dios no sea el remitente.
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