Por: @CamiNogales
Después de, aproximadamente, 13 años sin visitar ‘La Heroica’, volví de vacaciones. Empaqué el chingue, la sandalia, el esqueleto y demás corotos que, en mi condición de rola, no tenía, pero que tuve que comprar para este viaje. Mi primita de tres añitos, su mamá y yo emprendimos este recorrido, guiadas por las indicaciones de mi padre, un cartagenólogo que nos sugirió lugares para visitar, recorrer y disfrutar. Nuestro lugar de alojamiento era el Hotel Caribe y el Plan incluía sólo desayunos.
Mi papá nos sugirió comer por fuera porque, en su opinión, la comida del hotel era muy cara y su calidad no era proporcional al precio. Pero, el primer día, llegamos no sólo al filo del mediodía, sino con un ‘filo’ terrible. Por lo tanto, hicimos caso omiso a la sugerencia paternal y almorzamos allí.
Pedimos un pargo con patacón y ensalada, pero no nos avisaron que, aquel pez, sufría de uno de los principales males del siglo 21: la anorexia. Ya se imaginarán por qué…por lo tanto, no quedamos lo suficientemente llenas, pero no había otra opción.
Luego, le echamos un vistazo a la playa del hotel y, dadas las condiciones de hacinamiento, el mar era el único lugar en el que podíamos instalarnos. Sin embargo, allí conocimos a Danilo Santos. Así se nos presentó aquel ‘morenazo’ de la playa, encargado de las carpas, quien no dudó en anotarnos su teléfono celular y, a quien buscamos al día siguiente.
Entretanto, nos pusimos el chingue y bajamos a la piscina del hotel. Desde entonces, todas las tardes visitamos este lugar que le gustaba tanto a la ‘peque’. Lo curioso es que nuestra ‘baby’ era la única que salía, constantemente, de la piscina para ir al baño. Mientras que, los otros niños, quienes permanecían allí toda la tarde, nunca salían. ¿Serían cuerpos gloriosos? Eso espero y, la verdad, no quiero ni siquiera plantearme lo contrario.
No entendía la razón por la cual Danilo Santos nos anotó su celular. Lo cierto es que, todas las mañanas, íbamos a la playa y él nos esperaba, en el mismo sitio, para instalarnos la carpa. Nadie nos ofrecía el servicio de las carpas, los encargados del mismo, simplemente decían: “ajá, ejas son las de Danilo”.
Sólo, al final supe que, muchas turistas, los llaman a ellos y les pagan por el ‘favorcito’ y, aunque la mayoría son monas, blancas y ojiazules y yo no cumplía con los requisitos, sí le sonreía amablemente. Hasta le pedí que se tomara una foto conmigo, sólo para la posteridad. ¿Será que así lo entendió? Ahora que lo pienso, lo pongo en duda.
Además de los encantos de este mar, que no tiene siete colores, sino uno y es café, los vendedores o, más bien, ‘acosadores’ atentan contra la salud mental del turista. El primer día respondíamos educadamente: “no gracias”, cuando nos ofrecían:”las trenzas pa la niña”, al igual que los baldes, la cocada, el aceite de coco, el masaje y demás productos que allí se venden. Pero, al tercer día, ya ni contestábamos sino que mirábamos al infinito o respondíamos: “what’s up…I don’t speak spanish”, lo que tampoco fue una barrera para ellos.
Como buenas cachacas, íbamos a almorzar en salida de baño y una que otra cosa encima. Un día un taxista nos advirtió que debíamos ponernos una toallita debajo para no mojar la silla. Nosotras respondimos, de manera contundente, que nos habíamos secado hace rato. Él nos reiteró la solicitud, pero nosotras insistimos, y el señor no tuvo más remedio que creernos. Mi sufrimiento comenzó cuando me bajé del taxi y vi mi parte mojada; luego siguió la peque y su mamá…todas dejamos nuestra huella marcada. Lo único que sé es que pagamos y huimos, cual delincuentes, en ese mismo instante. Estoy segura que la que sufrió las consecuencias fue mi mamá que, con justa razón, me la debió recordar innumerables veces.
Entre nuestras opciones de almuerzo no podía faltar ir a los restaurantes de Juan del Mar. En el fondo, teníamos la esperanza de que su dueño, vestido de torero, nos atendiera personalmente. Para nuestra desilusión, no nos atendió él, sino un polluelín, bonito él, que cautivó a nuestra chiquita, quien, cada vez que desaparecía, preguntaba “¿dónde está el de rojo?” y, cuando él llegaba y le hablaba, ella miraba hacia otro lado, como si no fuera con ella. Este ‘pequeñuelo’, al parecer tenía un radar ‘detecta rolos’, que le permitió identificar nuestro lugar de procedencia ipso facto (y eso que no llevábamos la media blanca). Esto, con el fin de invitarnos a conocer el restaurante de Juan del Mar, en la 81 con 9, en Bogotá, atendido por su propio dueño y la novia, la ‘Toya’ Montoya. Y yo, que me hice todo este viaje para comprobar lo que vi en Soho, y fracasé.
No puedo negar que disfruté de esta ciudad, pude constatar que la confianza inversionista ha surtido efecto. Esta confianza se traduce en los extranjeros que viajan a Cartagena, en busca de su ‘morenita’, la cual no sólo obtiene las ganancias de sus servicios, sino que disfruta de los lujos de un hotel y de las comodidades de cualquier turista.
En esos días me desconecté de mi cotidianidad y me conecté con otra realidad que me desconcertó. Cartagena es una ciudad mágica, pero esa magia se ha visto empañada por la suciedad de sus playas, el turismo sexual y la pobreza, en general. No logro comprender por qué si es una de las ciudades más caras y el principal destino turístico internacional, cuál es la razón de tanto descuido de la administración local.
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