Por: @CamiNogales
Este post, más allá de ser un camino a la nostalgia de
lo que ha ocurrido en mi vida durante este medio siglo, que sería más bien tema
para una novela o un thriller
psicológico, este es un recuento de los cambios tecnológicos y culturales de
los cuales he sido testigo durante mi prolongada existencia.
Nací en un mundo en el que solo nos acompañaba un
radio –con radionovela incluida- y un televisor en blanco y negro. No existían
los pañales desechables y el teléfono fijo era el único medio que nos permitía
comunicarnos con el exterior. No había lavadora, sino lavadero para ‘fregar’ la
ropa a mano.
Eran épocas de ‘forzada’ unión familiar porque solo
había un televisor y dos canales. Los principales partidos del Mundial de
Fútbol del 78 se podían ver en pizzerías y pantallas gigantes – a color- ; pero
en la casa, ni soñarlo. Mario Alberto Kempes fue el mejor jugador de la
Selección Argentina, campeona mundial de ese año, y el estadio, que lleva su
nombre, no estaba planeado. Luego, con la televisión a color, todo cambió. Me
acuerdo de ese televisor Hitachi que, aunque no venía con control remoto, el
palo de la escoba hacía su labor.
El teléfono no era inalámbrico. Por lo tanto, había
que destinar un tiempo prudente –en mi caso, imprudente - solo para hablar. Si
buscaba privacidad, era necesario estirar el cable -hasta el baño o un cuarto- con
el fin de tener trascendentales conversaciones privadas – a los 12 años de edad
-. En esa época, en pocas casas tenían identificador de llamadas, entonces era
todo una aventura, llena de adrenalina, reunirse con las amigas y marcar a
cualquier número de teléfono para preguntar, “¿Allá lavan ropa?”, escuchar la
negativa del otro lado, y concluir diciendo “¡Cochinos!” o escuchar al otro
lado del teléfono, a la persona que nos gustaba, decir “aló, aló…hableee,
aló…”si la respuesta era con madrazo, mucho mejor.
Cuando no podíamos andar en Renault 4, Alpine o
Renault 18, carros de la época, cogíamos la buseta directo Caracas, Unicentro, Teusaquillo
y no recuerdo cuál más. En época electoral, salíamos en el carro, con afiches
del candidato predilecto, a gritar su nombre por toda la ciudad. Por su parte,
los contradictores de la época, nos echaban harina. Algo difícil de repetir,
ahora, en un mundo tan violento y polarizado. Lo propio hacíamos después de los
partidos de Colombia en el que salíamos a gritar, tirar harina y, por supuesto,
tomarnos unos guaros.
En la grabadora podíamos escuchar los casetes de
Abba, Nikka Costa, Menudo, Michael Jackson, Chicago, Air Supply, Luis Miguel…Sacar
las letras de las canciones era todo un reto, tocaba retroceder el casete mil
veces para entender lo que decían o -más bien- lo que creíamos que decía la
canción.
El equipo de sonido fue lo mejor que pudo pasar. Los
discos de acetato llegaron para hacernos la vida más feliz. El único problema
que presentaba era la mota que se le pegaba a la aguja e impedía un buen
sonido. También grabábamos casetes, directamente de la emisora, con la voz del
DJ incluida. Esta magia se acabó con la
llegada del CD y ahora, con plataformas como Deezer o Spotify. Lo paradójico es
que el tocadiscos se está volviendo un objeto de lujo y goce de jóvenes en las
casas.
Nuestra distracción era el parque, la calle, los
patines. Nuestros amigos pertenecían a la vida real, al colegio o el barrio. Las
casas o la tienda eran nuestro punto de encuentro. En la época de Pablo
Escobar, cuando estábamos en la casa y sentíamos la explosión de una bomba,
solo podíamos conocer la información por radio o esperar a las 7 p.m. para ver
el noticiero.
También parchábamos en el único centro comercial que
había por estos lares: Unicentro. Allí vimos a los famosos Bee Gees de la época, presenciamos tropeles y comíamos helado. Era
un lugar en el que no hacíamos absolutamente nada, pero allá llegábamos,
puntualmente, todos los fines de semana.
Durante la famosa Hora Gaviria –medida de
racionamiento de luz que rigió durante el gobierno de César Gaviria- aprovechábamos
ese rato para vernos, a oscuras, con nuestros amigos y no hacer nada, pero lo
importante es que estábamos juntos y en la calle. Tiempos aquellos en los que
nació la Luciérnaga de Caracol, que tampoco la escuchaba porque mis amigos me
divertían más.
Con la llegada de la ‘perubólica’, conocimos a la
afamada Laura en América, la Inka Cola y ampliábamos nuestra cultura con el
Show de Cristina. Esta fue la primera puerta al mundo que se abrió y nos
permitió soñar con Quinceañera, Cara Sucia, Alcanzar una estrella y
Muchachitas.
En el cine veíamos las películas de moda como E.T.,
Flashdance o Regreso al Futuro y, para ver en casa, –gracias al Betamax-
alquilábamos las de nuestro gusto en Betatonio o Blockbuster. Ahora las
plataformas como Netflix, Star Plus y Amazon Prime son las que ocupan la mayor
parte de nuestro tiempo en el televisor.
En lugar de Google, tocaba ir a bibliotecas o a la
casa de la amiga que tuviera muchas enciclopedias. Yo, por mi parte, no hacía
ninguna de las anteriores y los resultados eran proporcionales a mi trabajo
investigativo. El Álgebra de Baldor fue uno de los detonantes de los
principales traumas que enfrentamos -como adultos- los de mi generación.
Aunque crecimos al ritmo de Cindy Lauper, Whitney
Houston y Madonna, nuestros modelos a seguir, el rock en español fue lo mejor
que pudo pasar. Charly García, Soda Stereo, Toreros Muertos, Hombres G y Los
Prisioneros y, para escuchar su música, llamábamos a las emisoras, pedíamos canciones
y hasta las dedicábamos. ¡Sí, qué oso!
Las primeras fiestas con Miniteca fueron lo mejor.
The Best Megafiesta era lo más play de ese entonces. Bailábamos al ritmo de
Call Me, Boys, Boys, Boys, Pump the Jam, Who’s Bad…en fin. Fui testigo del
nacimiento de Crepes, Von Glacet y Burger King así como de la desaparición de
Keops y La Perrada de Édgar.
Cuando queríamos saber la hora, llamábamos al 17 -posteriormente
117-. En la calle siempre teníamos monedas reservadas para llamar por teléfono
público y, cuando tocaba llamar a larga distancia, lo hacíamos desde cabinas
telefónicas. Fue una época de telegramas, cartas y diarios. Con el beeper empezamos a ser más ubicables,
con la ventaja de que se recibía el mensaje, pero, el usuario del mismo,
respondía a su discreción. El celular era, en un principio, un teléfono para
recibir o hacer llamadas –dependiendo del plan-. Yo era prepago…perdón -aclaro
para evitar malos entendidos- estaba suscrita a un plan prepago y, por lo
tanto, solo podía hacer lo primero.
En periodismo, para acceder a un personaje la única
opción era que contestara el teléfono fijo. De lo contrario, tocaba hacerle
guardia afuera de su casa o de la oficina. Las grabadoras eran un útil
imprescindible para un estudiante de la carrera, así como el directorio de
fuentes y la máquina de escribir Remington, la cual fue reemplazada por el
computador.
Acceder a internet desde el celular y chatear fue
todo un descubrimiento revolucionario. No sabíamos que esa era la ventana hacia
la pérdida total de la independencia. Las redes sociales, ni hablar. Nunca nos
imaginamos poder chatear, acceder -en tiempo real- a todas las noticias del
mundo, contactar a los personajes y conocer lo que piensan. Ni stalkear o tener contacto con esos
compañeros del colegio o gente que ya habíamos dejado en el olvido. En mi
época, la única que se podía caer era yo; ahora la verdadera tragedia es que se
caiga internet porque, con su caída, se nos acaba la vida social, familiar, académica
y laboral.
La mayor revolución, en este medio siglo de vida, fue
la pandemia, que nos recordó que, más allá de estos avances, en lo básico está
la verdadera felicidad.